Nunca me llamó especialmente la atención el sexo anal hasta una tarde de verano que te cruzaste en mi camino. Fue en un pueblo con mar, como la canción de Sabina, donde sentí tu mirada clavada evaluando mi grupa como a un animal, siendo solo el preludio de lo que se hundiría después.
Siempre has mantenido que fui yo quien te lo pidió, que te supliqué que me dieses por el culo, pero la verdad es que no lo recuerdo, lo que sí está patente en mi frágil memoria es que te rogué porque me follaras como a una perra. Igual de dura se te puso la polla con mi petición fue tu decisión al darme la vuelta y dejarme de espaldas a ti, boca abajo.
A partir de ahí me dejé hacer a tu antojo, tal vez invadida por el morbo de estar en el rellano de un edificio, sobre un suelo impasible, iluminados por una luz tenue de emergencia, acompañados por los ruidos de un ascensor que subía y bajaba y el nerviosismo ante la posibilidad de que parase en el piso en el que estábamos o fuese a salir alguien de alguna de las puertas que nos rodeaban.
Tus manos fueron recorriendo el interior de mis muslos, quitándome la ropa, rozando débilmente, casi sin querer, un coño totalmente húmedo. Sin esperarlo, te pusiste sobre mí, fueron tus piernas las que abrieron las mías y comencé a sentir como rompías mi carne, penetrando un orificio totalmente cerrado. Tuviste que taparme la boca para acallar unos gemidos más de dolor que de placer. Te introdujiste en mí con esfuerzo, forzando mi culo, virgen hasta ese momento, que se contraía en torno a tu polla.
Continuaste clavándote en mí hasta que dejé de ofrecer resistencia y me entregué al placer de tu ir y venir, incluso logré arquear mi espalda, buscando facilitarte un acceso más profundo. Mi piel se erizaba con cada una de tus embestidas, cada una más honda y violenta que la anterior. Conseguí domar los dedos que antes reprimían mi boca, insertos en ella ahora. Cuando me tuviste totalmente sometida, tu rabo al fin escupió un latigazo viscoso y caliente dentro de mí. Aún alcanzaste a gruñir un «así se folla a una perra» antes de volver a hundirte en mi culo, impidiendo que mi esfínter pudiese cerrarse y evitando, además, que se derramase fuera de él ni una gota de tu semen.
Recuerdo la confusión por el dolor y el placer, esforzándome en lograr que no se me escurriese entre las piernas tu leche al caminar, sin saber que sería la primera vez de muchas más en las que te suplicaría que me follases por el culo. Ese día abriste, no solo mi carne, sino un abismo de placer adictivo. Lo que tal vez no sabes, es que solo tú cuidas que permanezca abierto.
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