A pesar de la multitud que me rodeaba, me sentí extrañamente cómoda; el ambiente era cálido y acogedor, y pensé si podría deberse al tono de la música. Frente a mí, un escenario improvisado en medio de la plaza y una hilera de músicos tocando sus respectivos instrumentos: cuatro violines, dos trompetas y tres guitarras de diferente tamaño. Como pianista, era experta en lo que sucedía sobre el escenario y podía reconocer los acordes casi sin querer. Las rancheras no formaban parte de mis géneros habituales, pero tuve que reconocer que la atmósfera que se había creado me estaba haciendo disfrutar del espectáculo del mariachi.
Mis ojos podrían haberse posado en aquel guitarrón que veía por primera vez, en los trajes que llevaban los mariachis o en el músico que cantaba en aquel momento, pero se extraviaron en uno de los violines, un instrumento clave en el grupo porque ayudaba a que la música sonara más armónica. Pronto mi atención viajó a las manos que lo tocaban, los brazos que lo sostenían… y el rostro que se escondía bajo el sombrero. La mariachi interpretaba aquella pieza con más emoción de la que había visto nunca en un músico, y eso me cautivó el resto del concierto.
Con cada tiempo del compás ternario que articulaba Cielito lindo su cuerpo se movía con sutileza de un lado a otro. Su mirada no abandonaba el violín, hasta que la canción le dio una tregua y reemplazó el movimiento de sus manos por su voz entonando el estribillo. Fue entonces, con aquel «Ay, ay, ay, ay, canta y no llores», que pude reconocer su voz entre la de todos los mariachis y supe que su talento no se limitaba al violín. Luego interpretaron una canción instrumental para rebajar la tensión dramática y sus dedos serpentearon por las cuatro cuerdas del violín como por inercia. Sentí que mi interior comenzaba a arder.
Pero el momento más álgido del concierto llegó comenzó una nueva canción. La mariachi dejó el violín a buen recaudo y se puso frente al micrófono que había en el centro del escenario, más cerca del público. Sonrió a la multitud antes de que la música comenzara a sonar. Reconocí los primeros acordes de Me gustas mucho. Nunca había visto al mariachi en vivo, no sabía las convenciones del grupo, pero tan pronto como la chica comenzó a cantar supe por qué recaía en ella la responsabilidad de interpretar aquella canción: su voz era dulce, melódica y apasionada. Cada nota desprendía emoción y mucha más expresividad que cuando cantaban sus compañeros.
Me sentí hechizada y fui presa de aquel embrujo hasta que me pareció oír un «Tarde o temprano serás mía». Dudé de si había oído bien o había sido fruto de mi imaginación, estimulada y activa por el clima que me rodeaba, la música que me atrapaba o la mariachi que me cautivaba. Finalmente lo atribuí a mi inventiva, pero en ese instante sus ojos se posaron en los míos, conectamos miradas y llegó el esperadísimo estribillo de la canción con un claro «Tarde o temprano seré tuya y mía tú serás».
Mi corazón se aceleró y me dejé llevar por la ranchera. La disfruté como hacía tiempo que no hacía con una pieza musical, casi como cuando logré tocar Moonlight Sonata de Beethoven perfecta por primera vez. En el estribillo final volvió a decir «mía», pero esta vez mientras su índice me señalaba en la multitud. Pensé que el aire a mi alrededor se había extinguido, aunque recuperé el aliento poco después. Quería verla, quería tenerla cerca y que fuera mía de verdad.
El resto del concierto mi mente siguió reproduciendo su actuación en bucle. La forma en que interpretaba la canción con su voz y con las expresiones de su rostro, las rosas de su pelo, cómo sus puños se cerraban por la emoción en el bridge… Mi sistema nervioso estaba más activado que nunca y sentía una profunda excitación que nacía en mi centro y se expandía por toda mi anatomía.
Tan pronto como el espectáculo llegó a su fin, me hice hueco entre la multitud y me dirigí a la parte trasera del escenario. Pude ver cómo los músicos bajaban por la oscuridad de una escalera metálica, uno a uno, hasta que apareció ella. Una cinta de seguridad nos separaba y, antes de que pudiera tomar la decisión, un «chhh» escapó de mi boca para llamar su atención. Luego, su mirada y su sonrisa, y la forma dulce en que le pidió al chico de seguridad que me dejara pasar.
Con la mano que no sostenía el violín tomó la mía, y me guio en la oscuridad hasta una de las habitaciones del recinto que habían habilitado como camerino. Ser la única mariachi mujer en la banda no debía de ser sencillo, pero al menos tenía intimidad para cambiarse. La sala era pequeña; una silla y una mesa presidían la estancia, donde estaban el estuche del violín y una maleta abierta vacía. La mariachi dejó el sombrero sobre la mesa, guardó el instrumento y luego se volvió hacia mí. Con la misma delicadeza que interpretaba, que cantaba, posó las manos en la copa del sombrero y se lo quitó antes de dejarlo sobre el violín. Luego empezó a acercarse con lentitud hacia mí, y entonó:
—Te lo advertí que no descansaré hasta que seas mía no más, pues tú me gustas de hace tiempo, mucho tiempo atrás…
Si había perdido la cordura al verla cantar a la multitud, que lo hiciera solo para mí erizó mi piel y desencadenó mis pensamientos más lascivos. Aquello debió de reflejarse también en mi rostro, porque su expresión cambió y dejó de ser la mariachi para ser solamente Paulina, la chica que había conocido en un bar de chicas la noche anterior. La que me había arrinconado en el baño y, en lugar de besarme, me había invitado a su concierto la tarde siguiente porque se tenía que ir a dormir temprano y yo le gustaba mucho para dejarlo a medias.
Cuando estuvimos lo bastante cerca, clavé mis ojos en los suyos, marrones y profundos, y me sentí con fuerzas para hablar:
—Me debes algo más que una ranchera provocadora.
La mariachi arqueó la ceja y sonrió de lado. Acercó la mano a mi mejilla y la acarició con tanta dulzura que me desarmó. Hizo lo mismo con mi cintura, pegándome a su cuerpo, tanto que sentí los botones de la chaquetilla contra mi torso. Acto seguido, llevó sus labios a los míos y me invitó a sumergirme en un beso apasionado, tanto como la canción que me había dedicado, como preludio de lo que estaba por venir.
Ya puedes leer el desenlace aquí: Y mía tú serás (2): La mariachi – Relato lésbico
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