«Mi esposa es un objeto sexual. Cada vez que le pido sexo, ella objeta».
Les Dawson
Les Dawson era un tipo fornido. De poca estatura pero de hechuras macizas y rostro redondo, su aspecto era más el de un perro de presa que el del gentleman británico.
Nacido en Manchester en 1931, su humor era sombrío, contundente y poco dado a las concesiones festivas para con el público. Su éxito como humorista fue extraordinario especialmente en la década de los setenta. Sus temas principales: un piano que simulaba tocar desafinadamente cuando, en realidad, era un virtuoso que se había ganado sus primeras perras tocando en burdeles de París, unos iniciales números travestido de gruesa señora británica, y la recurrencia a enfocar su agrio talento en su mujer y su suegra.
Un infarto fulminante acabó con su vida y melancólico y peleón sentido del humor en 1993. Literato y poeta, estas facetas suyas quedaron ocultas por su enorme éxito como cómico, algo que siempre lamentó. Intuyo que hoy pocos lo recuerdan en estas latitudes.
El fetichismo de la mercancía
De la jocosa afirmación que realiza Dawson, que posiblemente corresponda a alguno de sus espectáculos y está recogida como de su autoría por la base de datos norteamericana IMDB, se suscitan dos cuestiones: lo que supone para un ser humano ser considerado un objeto (también en materia erótica) y la reafirmación implícita del tópico de que los hombres siempre están dispuestos a interactuar sexualmente, mientras que las mujeres somos más remisas y selectivas, de modo que existe una disparidad de intensidad libidinal en los sexos.
Considerar a un sujeto humano como un objeto es posiblemente el eje sobre el que pivotan las más descriptivas y afinadas críticas a la lógica capitalista. A partir de nociones marxistas como la del «fetichismo de la mercancía» que intenta explicar cómo todo, en particular el producto del trabajo humano, es considerado como una mera mercancía, Lukács elabora lo que llamará la «reificación»: la reducción de todo y la propia concepción de nosotros mismos a cosas (como res, de ahí el término) que se comprenden sin particularidades, que son intercambiables y que son tratadas en su mera utilidad y rendimiento. Que la existencia (lo que hace con su vida un humano) se confunde con las existencias (los productos del estante de un supermercado que pueden ser cuantificados en stock o en el beneficio que producen). Concepción que, en definitiva, subvierte ese principio ético kantiano de que el ser humano es y debe ser tratado siempre como un fin en sí mismo y no como un medio. Que los demás no están ahí puestos en un escenario para servir a tus apetencias y caprichos, sino que tienes una responsabilidad ética sobre ellos. Que la racionalidad instrumental, esa noción de la Teoría Crítica que solo entiende todo como susceptible de ofrecernos un rendimiento (la que al ver una vaca no construye más sentido de ella que el proporcionar carne, leche y cuero) no debe nunca aplicarse a un ser humano. Que un ser humano es mucho más que el beneficio inmediato que pueda generarme y que mi aproximación erótica hacia él no debe nunca ser analizada ni tener como finalidad el abordarse como si de una cuenta de resultados de una empresa se tratase.
Ser para el otro un objeto es ser uno mismo un objeto para los demás. Y eso, que sustenta nuestra actual concepción de la condición humana, es, además de una estupidez, una cabronada ética que nos sumerge en el más inhóspito vacío.
La condición de «objeto sexual»
Considerar a la mujer como un objeto sexual ha sido, como se comprenderá, uno de los campos de batalla del feminismo más prístino y radical. Cosificar a la mujer como algo, como una cosa, que está ahí simplemente para satisfacer la presuntamente inagotable lujuria masculina, sería uno de los pilares del sistema que viene a llamarse «patriarcal» por lo que es razonable que se haya puesto esta posible realidad en cuestión desde los inicios del feminismo. Colocar en un anuncio, por ejemplo, en lugar de un florero, a una señorita ligera de ropa para activar la libido del potencial comprador masculino, entra en esa lógica cosificadora de la mujer como objeto de reclamo. Pero a nadie se le ha escapado que en un entorno donde rige la lógica del capital, y a las mujeres se nos escapa menos que a nadie, esa condición de objeto sexual puede ser también una herramienta de control del sujeto dominante, es decir, del varón. Eso no justifica en ningún caso que nadie quiera ser «cosa», pero anuncia la complejidad de lo que ahora viene en llamarse «capital erótico» como dispositivo de manipulación y seducción (también de opresión para el que lo tiene o aspira a poseerlo) que opera en las estrategias de la razón instrumental con las que todos y todas nos vemos obligados a actuar en este canalla mundo nuestro. «Mi mujer es un objeto porque objeta», sería remarcar, chistosamente en un juego de palabras, la capacidad de objetar, de dominar, que tiene un presunto objeto.
La segunda cuestión es la de la insaciabilidad libidinal de los varones frente al pacato comedimiento de las mujeres. O dicho de otro modo: el varón es siempre un donante que quiere fecundar a cuantas más hembras mejor, mientras que la hembra de la especie humana es una selectiva receptora un poco pacata de lo que todos los tíos le están continuamente ofreciendo.
Eso es un cliché que, al menos en nuestras sociedades actuales, tiene menos fundamento que el terraplanismo. No, los hombres no tienen más sed que las mujeres, lo que sucede es que por razones primordialmente culturales, el hombre es un animal que bebe agua y la mujer uno que bebe té. Me refiero con ello que hay en la gestión del deseo femenino algunas diferencias cualitativas pero no cuantitativas.
La mujer, si se quiere generalizar al matiz, necesitaría, como el té, más ceremonia y si se enfría no hay quien se lo tome. El hombre tiene bastante con abrir el grifo. Y esto, este matiz cualitativo tan discutible como todo lo que generaliza, está además cambiando rápidamente mientras se desarticula un modelo de sexualidad falocéntrico definido y mostrado como aquel que se ha concebido para satisfacer primordialmente al varón y sus proyecciones libidinales.
Un experimento para concluir…
Propongo para concluir un experimento de física recreativa. Tenemos dos botellines de gaseosa de distintas marcas. Los agitamos y después a uno de ellos le abrimos el tapón. La pregunta sería: ¿cuál de los dos tiene más gas? Irremediablemente pensaremos que el que nos ha dejado la cocina hecha unos zorros, pero la realidad es que antes y durante la agitación ambos tenían la misma cantidad de gas, son solo las circunstancias (el haber favorecido la liberación de uno mientras el otro lo hemos dejado reprimido) las que hacen explícito el gas de un botellín frente al otro que permaneció cerrado.
Solo nos quedaría por saber qué respondería el bueno de Dawson cuando fuera su mujer la que le propusiera el tema. Pero eso, quizá, sería menos chistoso…