Mujeres libres

Mujeres libres: Mary Ann Bevan, la monstruosa heroicidad

Un monstruo es una advertencia de los dioses. Un prodigio. Algo fuera de norma, que va, en palabras de Aristóteles, «contra la generalidad de los casos».

Sin norma no puede darse el monstruo. Un monstruo difiere de la forma de su progenie: no se parece a los que le precedieron. En él, los dioses, la naturaleza, ha operado de tal forma que lo saca de la medida o de la simetría con la que hasta entonces había actuado. Por eso es una advertencia divina: la advertencia para el más común de los mortales de que no todo es como cree que es, que puede ser de otra forma. Por eso, en cuanto sujeto, en cuanto existe, en cuanto que está ahí, delante de nosotros, el monstruo, por contundente que sea su anomalía, debe ser asumido como existente dentro de la norma en la que emerge.

Es una excepción que debe, dolorosa e inevitablemente, ser considerada. Una sobrenaturalidad que debe ser percibida como natural. Algo que nos exige el portentoso esfuerzo epistemológico de encajar lo inclasificable en la categoría, en la clasificación, en lo común de los posibles por imposible que se nos presente.

En su anomalía y anormalidad, el monstruo se muestra como algo feo, disonante o deforme en su aspecto o en su espíritu (aunque también puede ser extraordinariamente bello y seductor y su monstruosidad residir en perversas y «desnormadas» intenciones) y frente a él solo nos cabe el terror o la risa.

Huir aterrorizados aun sabiendo que nunca podremos zafarnos de él pues desde el momento que está allí ya forma parte de la realidad que hay que comprender y habitar o ridiculizarlo de manera que su necesaria aceptación se produzca a través del efecto estético de lo grotesco, de lo cómico, de lo festivo.

Exhibirlo, en este segundo caso, en la palestra para mofarnos colectivamente de él, nosotros los normales, con una crueldad infinita, someterlo a vejaciones que acentúen más todavía su prodigiosa deformidad de tal forma que lo integremos al menos como una especie de tótem de burla. Ocultar nuestro miedo en una risotada. Tragarnos, después de la risotada, que no todo el mundo es como todo el mundo, que la excepción forma parte de la normalidad.

Mary Ann Bevan fue considerada un monstruo. Una anormalidad de la que había que reírse, que había que exhibir públicamente para que el mayor número de personas participaran, con la mofa y el escarnio, del carácter particular de su prodigio: su monstruosa fealdad.

Poco se sabe de los detalles de su existencia, pero se conocen los suficientes como para establecer la línea que permite entender quién fue y cuál fue su verdadero prodigio.

La increíble historia de Mary Ann Bevan

Mary Ann Bevan, de apellido de soltera Webster, nació en el barrio obrero de Plaistow, al este de Londres, en 1870. Su vocación de servicio a los demás, su mirada franca y sincera la encaminan a formarse como enfermera, oficio que ejerce con solvencia y admirable dedicación. Su discreción, sus educados modales y su atractiva apariencia hacen que un hombre, Thomas Bevan, se enamore perdidamente de ella.

La boda se celebra en 1902 o 1903 y la progenie empieza a llegar. Nacen cuatro hijos de la unión y la familia subsiste feliz con el esfuerzo de Mary Ann y de Thomas. Es en 1906 cuando a Mary Ann le sobrevienen los primeros dolores. Los huesos del rostro y de todo su cuerpo empiezan a cobrar vida propia, se expanden, se ensanchan, se deforman sin sentido alguno pero con un dolor inhumano. El monstruo empieza a crecer dentro hasta apoderarse de ella.

Los médicos le diagnostican acromegalia, una alteración hormonal que produce una sobreproducción de la hormona del crecimiento en edad adulta. En apenas unos meses, su rostro y su cuerpo se deforman atrozmente. Thomas está junto a ella en todo momento, no la abandona, suple las actividades que su compañera no puede realizar y sostiene como puede la familia. No sabemos nada, tampoco, de la vida de Thomas Bevan. Solo su amorosa disposición para con Mary Ann y que, súbitamente, en 1914, fallece.

Mary Ann se queda sola a cargo de sus cuatro hijos, su visión ha disminuido y la malformación de sus manos apenas le posibilita sostener algo. Sin posibilidad de reintegrarse a su trabajo, viviendo semioculta de la mirada de espanto o sorna de los demás. Y es, entonces, cuando el verdadero prodigio comienza a fraguarse.

Mary Ann no desiste, no abandona a su suerte a sus hijos, sino que toma conciencia de su espantosa malformación. No sabemos muy bien cómo ocurrió, pero al parecer, Mary Ann tiene noticias de un morboso concurso que se organiza para determinar quién es la mujer más fea del mundo. Con las pocas libras que tiene y algunas últimas que pide prestadas se presenta. Decide abandonar las tinieblas de su obligada reclusión para mostrarse, para mostrar la monstruosidad, el único patrimonio que ya posee y que puede garantizar algo de dignidad a los suyos.

Son, al parecer, más de doscientas cincuenta aspirantes venidas de todas partes de las islas y del continente. Mary Ann gana, entre risotadas y muecas de espanto, el título de la mujer más fea del mundo.

La exhiben en el Britannia Music Hall de Glasgow, muestran su monstruosa rareza por espacios reservados a las élites pudientes de Inglaterra y también en los tugurios más sórdidos de la plebe. En 1920, un empresario neoyorkino del show business le ofrece un contrato para integrarse en un espectáculo de Coney Island para que el público norteamericano no pierda la ocasión de verla. Mary Ann recoge a sus hijos y se instala con ellos en Brooklyn. Hasta su muerte, acaecida con apenas 59 años, se la podrá ver en ese «desfile de monstruos» neoyorkino o en el Ringling Brothers Circus.

En las imágenes que conservamos de ella se la aprecia serena, manteniendo una estoica dignidad mientras la visten con ajustados e infantiles trajes de raso que resaltan su patológica deformidad.

Hacer del destino un asunto humano…

Albert Camus, en su breve ensayo, El mito de Sísifo, que forma parte de una colección de otros bajo un título homónimo, se plantea una interesante cuestión: ¿Puede Sísifo, pese a su atroz condena ordenada por los dioses, ser feliz? Contra lo que pueda resultar evidente, Camus sostiene que al menos debemos imaginar sí. Que Sísifo puede serlo desde el momento en el que alcanza la conciencia de su situación. Camus se imagina a Sísifo no empujado pesarosamente la roca sino bajando la colina en busca de la roca que debe volver a subir a la cumbre e intuye que, en ese momento, justo en ese momento, toma plena conciencia de su situación, no se evade de ella, no la reniega. Es, al realizar esa heroica toma de conciencia, cuando Sísifo, por más que esté condenado a empujar una y otra vez la maldita piedra, se libera. Se libera de la condena divina, deviene autónomo, no hace lo que hace porque le dominen unos cuantos allá en lo alto sino porque su destino ya le pertenece a él, empuña lo que le es propio. En palabras de Camus: «Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres».

Es justo la extraordinaria heroicidad que conquistó Mary Ann, su verdadero prodigio más allá de su física anormalidad: el hacer de su portentosa fealdad su liberación, la gesta de ser libre precisamente por aquello que la condena.