«Un intelectual es una persona que ha descubierto algo más interesante que el sexo».
Aldous Huxley
Es conocido el proceso, bien asentado en sus bases teóricas por otra parte, que Freud llamó «sublimación». Por decirlo de una forma muy sencilla: el sujeto se defiende (su estudio de las «defensas» es capital para comprender a Freud) de energías libidinales ingentes que son, en sí mismas, de vocación sexual y que amenazan con desestabilizar al propio sujeto por su carácter pulsional y excesivo.
Frente a esas fuerzas, el sujeto suele optar por dos defensas básicas: la represión, intentar hundirlas en el inconsciente y perderlas de vista aunque sin saber cómo van a seguir operando por ahí y cómo pueden acabar estallando; y la sublimación, que consistiría en «desexualizar» ese exceso de energía para canalizarla a otras actividades consideradas más elevadas, creativas y, quizá, también de mayor relevancia social, pero que, en cualquier caso, le permiten al sujeto darle un sentido y una cierta estabilidad frente al caudal libidinal que amenaza con desarticularlo.
Esas actividades pueden tener muchos campos de actuación (por ejemplo, el deporte de élite), pero si una de ellas parece condensarlas es la que podríamos llamar la intelectual. La realidad, y también el cliché, del sabio (el filósofo, el literato, el estudioso, el artista, etc.), enfrascado en sus quehaceres, que por estar absolutamente absorto en su tarea no distingue la noche del día, si se ha puesto calcetines parejos y mucho menos si la parienta o la vecina va ataviada de un desabillé o de un hábito. Una imagen recurrente pero también un topicazo que, sin negar la realidad de la sublimación, pudo haber inspirado la sentencia, dicha con la mayor de las retrancas, de Aldous Huxley.
Dudas razonables sobre la autoría de la cita
Dicho esto, y como viene siendo habitual en esta sección, aparece una primera cuestión: ¿Es verdaderamente Huxley quien pronunció esta sentencia popularizada en su nombre?
Al parecer, la cosa, como pasa habitualmente, no está clara. Según se nos cuenta, la primera vez que se menciona esta observación, atribuida a Huxley, es en 1968 y por parte de la periodista Katharine Whitehorn en el periódico The Observer. Al haber fallecido Huxley cinco años antes y no constar en ningún sitio escrita bajo su autoría, bien podría ser la periodista, tirando de memoria o reinterpretándola, la verdadera e involuntaria autora. Pero también se atribuye otra: la del novelista y pionero en lo que sería el moderno thriller, Edgar Wallace (1875-1931). En una entrevista referenciada en el New York Times, de 1932, Wallace manifiesta: «Un intelectual (highbrow) es alguien que ha encontrado algo más interesante que las mujeres». Una similitud discutible (una «mujer» no es el «sexo») pero palpable, que hace que, aún hoy, algunos medios autorizados sigan refiriendo esa reflexión como de Wallace y no de Huxley.
Dos cuestiones pueden sembrar algunas dudas más y atribuir esta cita a Huxley: la primera es que Huxley era un intelectual mayúsculo, poco ortodoxo si se quiere, pero de una enorme trascendencia para los tiempos que le siguieron; la segunda es que sentía un odio feroz por los intelectuales de salón, por los snobs, los pedantes y demás pavos que, en la alta sociedad británica, pavoneaban sus plumas a fuerza de citar a tirios y troyanos.
¿Quién era Huxley?
Huxley fue filósofo, doctor en literatura inglesa, poeta y escritor criado en un ambiente familiar sobrepoblado de intelectuales de prestigio. Suya es, pocos desconocen este dato, la posiblemente más influyente, aterradora y desgraciadamente premonitoria novela que se conoce: Un mundo feliz (1932). De una curiosidad infinita y de una erudición sobrehumana, sus investigaciones sobre misticismo, religión (Cielo e infierno, de 1956, tuvo un impacto social de calado) y sobre los límites de la conciencia, hicieron de él un auténtico precursor de las inquietudes intelectuales que se hicieron preeminentes en las décadas posteriores.
Las puertas de la percepción (1954) se convirtió en un estudio de referencia para todos aquellos que buscaban en sustancias psicodélicas, enteogénicas y que procuraban estados de alteración (para algunos, de ampliación) de la conciencia. Mezcalina, peyote, LSD o psilocibina fueron experimentadas por él mismo durante más de una década, lo que le otorgó una autoridad intelectual indiscutible en esta materia.
Sus graves problemas de visión, que aparecen a muy temprana edad (apenas percibía la luz en un ojo y tenía muy limitada la visión en el otro), pudieron ser un hecho biográfico que le hizo profundizar en las formas de percibir la realidad. De su vida sexual sabemos poco, pero sí sabemos, por sus escritos, que rechazó con vehemencia las constrictivas normas sexuales que las sociedades liberales y burguesas aplicaban a los ciudadanos, que consideró el despliegue sexual de las personas como una vía de acceso a la trascendencia, y que tendía a encuadrarlo dentro de la sacralidad propia del ritual (fue uno de los primeros que puso en conocimiento aspectos de la sexualidad tántrica) mucho más que en la mera acción lúdica o reproductiva derivada del instinto o de un magma pulsional no sometido a voluntad.
Análisis de la cita
Así que, retomemos la cita. Quizá Huxley, a quien damos por autor, quizá no de la sentencia literal en sí, pero sí como alguien que podía coincidir con lo que ella encierra, no se habría referido a ello de modo exclusivamente jocoso y burlón frente a los que, por follar poco se ponen a leer la Divina Comedia en toscano antiguo, sino como algo más profundo: la constatación de que un intelectual es alguien que ha entendido el sexo de una manera distinta a la que lo hace el común de los ciudadanos.
Es por ello que me permito parafrasear la cita, asumiendo aquí sí los riesgos de mi plena autoría: «Un intelectual es alguien que ha descubierto algo más interesante que el sexo: la intelectualidad que encierra el sexo». Y esto lo sostengo, y aventuro que lo pudo sostener Huxley porque lo creo profundamente.
El sexo, nuestra condición sexuada, el estar hechos en la materia del sexo como lo estamos en la del lenguaje y el deseo, es algo banal y extraordinariamente empobrecido si no se percata uno de la infinita riqueza que tiene cuando se profundiza (intelectualmente) en él. Lo diré de otra forma: no conozco un solo sexólogo que me merezca respeto (como no conozco un solo psicoanalista, psicólogo clínico, activista de una ONG, político y, en general, cualquier persona que se empeña en ayudar a los demás y en mejorar el mundo) que no sea un intelectual.
Que antes que sexólogo, terapeuta o lo que sea a lo que se haya dedicado profesionalmente, no se haya dejado la piel en eso no muy bien delimitado de adquirir cultura, de intentar averiguar qué es lo humano, dónde se sujeta, dónde se quiebra, dónde se despliega y cómo se vincula con la propiedad de lo humano. Saber quién es uno, saber cómo puede uno transformarse, saber cómo hace lo uno y lo otro con los demás, para poder entregar lo mejor de él mismo a lo colectivo.
Se me puede decir que, para eso, no es necesario rebanarse los sesos con conceptos como el de «sexuación», el de «pareja», el de «erotismo», el de «sexualidad» y muchos otros que componen la episteme del sexo, y puede que tengan razón, pero siempre he pensado que facilita las cosas el haber leído Otelo cuando no sé muy bien explicarme lo que le sucede a una persona cuando siente celos o haber al menos ojeado El Quijote cuando alguien siente un deseo imperioso de ser trascendido por algo.
La cultura, como medio y no como fin, lo propio del verdadero intelectual y no del pomposo, por muy empapelado de titulaciones que esté, es aquello que permite encuadrar en un marco de sentido lo que somos y la realidad que nos envuelve, no para dar lustrosas conferencias en Cambridge, sino para vivir más en paz y propiedad con uno mismo, con los demás y con el mundo… Y para hacer, consecuentemente, de nuestra condición sexuada, un verdadero valor de transformación y no una esclavitud a lo dado.
Echa un vistazo a la primera reseña sobre otra frase de Aldous Huxley.