Hasta aquel día pensaba que el músico más atractivo era el que tocaba el piano. He cambiado de opinión: aunque el piano sea el mejor sitio donde puedes subirte para hacer el amor (o que te hagan un buen número sensual), el instrumento más sexy es el contrabajo. Los contrabajistas elevan el instrumento por encima de sus cabezas, frotan las cuerdas con infinita multitud de golpes de arco y las pellizcan con las caricias de sus dedos…
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Fuimos al Continental en plan guerreras. Casi todos los viernes salgo con Vi para tomar unos Gin-Tonic y, los que más disfrutamos, son los que vamos a conciertos de Jazz en nuestro pub preferido. Sus paredes de ladrillo visto, sombras e iluminación de amarillos intensos rodean y envuelven a manadas de culturetas y músicos. El aire pedante, las copas y el humo clandestino sitian nuestros sentidos y nos predisponen para el definitivo hechizo musical.
No cabía un alma, pero nosotras nos habíamos adueñado de una de las mesas centrales para gozar del espectáculo. Bufandas y gafas redondas nos piden permiso para sentarse a nuestro lado.
Permiso concedido pero, por favor, no habléis –pensé.
Norma Blue Jean estaba sonando al ritmo de jazz-blues acelerado. Sinceramente, había comprado las entradas sólo porque el nombre me había llamado la atención. Jamás había oído hablar de ellos, pero mezclar el verdadero nombre de Marilyn Monroe con la tristeza del «Blue(s)» para decir –al tiempo– que eran un grupo de jazz, me sedujo instantáneamente. La cantante era toda una Nina Simone blanca y el pianista un fornido muchacho negro. Los músicos eran muy buenos… y estaban muy buenos. Mis ojos, sin embargo, se dirigían al menos agraciado y más viejo de ellos: el contrabajista que –por momentos– se tornaba inmensamente atractivo. Mientras, Vi se dejaba engatusar por el más atrevido de nuestros partenaires.
–¡Virginia, joder, quieres dejar de coquetear con ese pedantillo y atender al concierto! –le susurré al oído, algo desairada por la envidia.
–Tía, ya sabes que las bufandas me ponen…
–Whatever… –mis ojos volvieron al contrabajista.
Quizás más cerca de los cuarenta que de los treinta, sudaba mientras abrazaba aquel cuerpo sinuoso de madera barnizada, apoyado desde su pecho hasta su entrepierna. El mástil se acostaba sobre su ancho hombro, para que el clavijero sobrepasara una despoblada coronilla que relucía a unos 190 cms del suelo. Las medidas son lo mío e intuía que, detrás de la caja de resonancia de ese contrabajo 4/4, se escondía otro gran instrumento. Sólo el nuevo amigo de Vi me distraía ligeramente de aquellos dedos que, veloces y contundentes, se deslizaban percutiendo y pulsando con agilidad y precisión las cuerdas más graves de la banda.
–¿Sabes? Las cuerdas del contrabajo soportan bastantes toneladas de tensión; y se puede tocar de varias formas tanto con la mano derecha, como con la izquierda… –escuché cómo instruía a Vi, al tiempo que reposicionaba sus gafas con ese típico gesto del que quiere sumar grandilocuencia a sus palabras.
–Dime, dime cómo se toca –le interrumpió Vi atropelladamente.
¡Dios, ya se le han subido las copas a la cabeza! –exclamé para mis adentros.
–La mano izquierda puede adoptar varias combinaciones con los dedos –prosiguió, dependiendo de la pieza que se reproduzca; básicamente, juntando los dedos anular y corazón, o anular y meñique como si fueran uno. Pero, lo interesante está en la mano derecha. Esta puede usar un arco para frotar o hacer pizzicato –pellizco en italiano, aclaró– y producir distintos tipos de sonido por vibración. Aunque, en realidad, más que pellizcos se trata de acariciar las cuerdas con los dedos índice y corazón…
–Y tú, ¿cómo me harías vibrar? –acortó su discurso mi incorregible amiga.
En este punto, tenía dos opciones: A saber, seguir fantaseando con el contrabajista o intentar espantar a aquel plomazo. Bebí un largo trago de Gin-Tonic, respiré y… Oí que Vi le decía: «¿Podrías hacer ese mismo movimiento con los dedos dentro de mi tanga?».
Intenté fingir que no me estaba enterando de nada, fijándome en el ritmo que había cogido aquel genio bajista. Las copas, el humo, la pasión de «mi» músico y los arrullos de Vi me estaban encendiendo de una forma totalmente inesperada. Nadie podía ver cómo me estaba excitando y, sin embargo, sentía una vergüenza inusitada al notar que tenía que mantener las piernas abiertas. Estaba ardiendo cuando comenzaron a tocar una de mis canciones preferidas: el House of the Rising Sun de Nina Simone…
Lo de Vi empezaba a ser escandaloso: los arrullos se habían convertido en maullidos perfectamente audibles, al menos, por las mesas vecinas. Y lo mío era peor; no sabía si estaba más avergonzada que caliente, mientras la música alcanzaba nuevas cotas de intensidad gracias a ese potente contrabajo.
Agarro mi bolso y salgo con el piloto automático hacia los baños. ¡Bien!, no hay nadie –pienso. Rauda, me encierro; lo abro y saco las toallitas… ¡Mierda!, no metí ninguno de mis pequeños vibradores. Da igual. Me alzo la falda, recuesto mi espalda sobre la pared, pongo un pie sobre el borde del retrete, subo la barbilla y cierro los ojos: Él está aquí conmigo. Acaba de dejar el concierto para penetrarme en los baños. Todo parecía real. La música llegaba, reverberando contra los azulejos como si me estuviera embistiendo contra la pared. Todo funciona. Aparto las braguitas y acaricio mis labios con los dedos, mientras los abro… Se empapan. Introduzco la yema y presiono. Suspiro, pero no puedo parar; mi clítoris está pidiendo juego. Y yo, juego. La música coge más ritmo: la voz carraspea febrilmente y ese contrabajo no para de aumentar la intensidad de la canción; estoy sudando y no me molesta. La batería se dispara y, de repente, se apaga al tiempo que llego a un pequeño e intenso orgasmo.
Mi cuerpo se ha quedado destensado como si hubiera soportado toneladas de presión. Aunque, desde ese mismo instante, mi cabeza sólo piensa en buscar a ese contrabajista, y llevárselo a la cama…
Ya puedes continuar aquí: El contrabajo (parte II): Gemidos por frotación