No te pierdas el desenlace de este excitante relato lésbico, escrito por Thais Duhtie.
Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la primera parte aquí: La ronda de la noche (1): La vigilante del museo – Relato lésbico
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La ronda de la noche (2): La vigilante del museo
Deslicé la mano en el nuevo espacio que había entre mis piernas al tiempo que me acostaba en el banco. Suspiré al sentir, por primera vez, el contacto de mis dedos en mis bragas húmedas, en mi clítoris duro. Fue como beber agua después de mucho tiempo sedienta. Me acaricié de forma superficial, porque me sentía más sensible que nunca y mis dedos estimulaban mi cuerpo, pero masturbarme en medio del Rijksmuseum estimulaba mi mente.
—¿Y ahora?
—Ahora muero por verte —Su voz, entrecortada, me reveló que había cumplido mi objetivo. Pero aquel era un juego de dos, y yo también quería poner mis propias reglas.
—Toda decisión tiene sus consecuencias, Katja… Y ahora que me has traído hasta aquí, estoy demasiado excitada para dejar de tocarme.
—¿Y qué piensas hacer?
—Shh… solo mírame.
La sentía demasiado lejos para lo cerca que la quería tener, pero me conformé con su respiración a través del walkie. Aquel sonido errático, seductor, significaba dos cosas: la primera, que también se estaba masturbando. Y la segunda, que mantenía el botón del aparato presionado para que yo lo supiera.
—Estoy muy mojada —confesé por lo bajo, más para mí que para ella. Al otro lado de la línea, ella chasqueó la lengua.
—Quiero probarte.
—Lo harás. Pero todavía no.
Me sorprendí por mi fuerza de voluntad y por la firmeza en mi voz. Pero lo que sentía entonces, el fuego incontrolable entre mis piernas, se había propagado por todo mi cuerpo. Era demasiado tarde para manejarlo. Llevaba meses gestándose, poco a poco, y lo habíamos alimentado con cada conversación, cada palabra que escondía una sonrisa, cada suspiro.
Mis dedos masajearon una vez más la humedad a través de la tela y luego se colaron bajo las bragas. Fui consciente entonces de cuánto me molestaban los pantalones del uniforme, la ropa interior, aquel sujetador con aros. Con mi izquierda, dejé de presionar el botón del walkie y repetí el movimiento que hacía cada madrugada nada más llegar del trabajo y liberé mis senos. Tenía los pezones duros y muy sensibles, tocar el primero me hizo estremecer.
—Déjame verte mejor.
Antes de darle una respuesta, de comprender siquiera a qué se refería, vi cómo un sonido sordo precedía a una luz deslumbrante. La galería comenzó a iluminarse sala a sala, y yo parpadeé ante el repentino cambio.
—¿No tenías bastante con la visión nocturna? —ronroneé, recuperando la comunicación.
—Nunca tengo bastante si se trata de ti.
Separé mis labios íntimos con dos de mis dedos y otro trazó una línea por todo mi sexo. Fue un contacto suave y ligero, pero bastó para arrancarme un gemido que se perdió entre las decenas de obras de arte que me rodeaban. Mis ojos terminaron en el cisne, que me miraba con furia desde la esquina en la que había permanecido durante décadas. Eché la cabeza hacia atrás y pude observar la bóveda que había sobre mí, la luz de la luna que se colaba perezosa por las claraboyas.
Me imaginé cómo sería hacerlo con Katja cubiertas por el manto de la noche, cómo me sentiría cuando fueran sus ojos los que sostuvieran la mirada y no los de un ave congelado en óleo. Me pregunté de qué color serían sus ojos, si se parecerían al verde del paisaje frente a mí, al ocre del bodegón de al lado o al azul de la falda de La lechera de Vermeer. Decidí que daría igual, el color era lo de menos. Lo más importante era todo lo que me removía por dentro, incluso sin tenerla delante.
Giré la cabeza a la galería que había frente a la del cisne. Me encontré con un cuadro barroco que mostraba un molino de viento bajo un cielo dramático que amenazaba con estallar en cualquier momento. Mi placer comenzaba a sentirse así: atrapado en un lienzo, entre cuatro líneas que le impedían escapar. Atrapado por los movimientos lánguidos de mis yemas, por mi cerebro que no daba las órdenes precisas.
Un barco de vela se aproximaba a la orilla, de aguas poco profundas y en apariencia calmadas. Pero volví a fijarme en las nubes, imponentes, y mis caricias se tornaron más agresivas. Cerré los ojos para concentrarme en el lienzo en blanco que ocupaba mi mente o, más bien, en lo que comenzaba a formarse en él. Me imaginé a una chica, a Katja, en la sala de mandos, en su uniforme mal puesto mientras se acariciaba como lo estaba haciendo yo.
Y llegó, el orgasmo explotó en mis dedos y me tuvo cautiva durante varios minutos. Mientras lo sentía arrastrarme, convergieron distintas emociones: la ira del cisne, la alegría por estar allí, la seguridad de las aguas del cuadro del molino de viento, la creciente curiosidad por ver, sentir, tocar, oler, saborear a Katja. Suspiré profundo y, como si mi sentido común se hubiera esfumado con el clímax, hablé sin pensar:
—Dime dónde estás —supliqué—. Guíame.
—Ve hacia el pabellón asiático y baja, baja por las escaleras…
—¿Aquí? ¿En ese mismo edificio?
—Sí. Ve al pabellón asiático.
Mi chaqueta se quedó junto a la obra maestra de Rembrandt, y la camisa frente al cisne. Abandoné mi sujetador en la Galería del Honor, y me deshice de los molestos pantalones mientras bajaba por el pabellón asiático. La emoción, los nervios y las ganas me tenían más despierta que nunca, más presente que nunca.
—¿Y ahora?
—Baja hasta el sótano y ve hacia el auditorio. Verás una puerta sin letrero… es ahí.
Mis zapatos estorbaban y me apoyé en la barandilla para quitármelos junto a los calcetines. No sentía frío, tampoco miedo, solo esa necesidad imperiosa de tener a Katja frente a mí. De descubrirla como solía hacerlo con los cuadros del Rijksmuseum. Prácticamente corrí, di la vuelta al sótano, y me planté frente a la puerta. Estaba entreabierta y, por la rendija, vi el reflejo de la luz de varios televisores.
Me tomé un momento, solo unos segundos, para poner fin a aquella etapa. La de seducirnos solo con nuestras voces entre pinturas y penumbra. Mientras agarraba el pomo y empujaba, con el corazón secuestrado por un caballo a galope y vestida tan solo con sombras, me di cuenta de algo: siempre habíamos estado mucho más cerca de lo que creía.