¿Cómo reaccionará Hans al descubrir quién es realmente la mujer que no puede sacar de sus pensamientos ni de su alcoba? No te pierdas el penúltimo capítulo de esta serie de Andrea Acosta.
Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la séptima parte aquí: Al calor del Lobo (7): La noche antes de Berlín – Relato erótico.
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Al calor del Lobo (8): Édith al descubierto
Édith necesitaba dormir, vaticinando el mañanero reconcomio en su sexo que la entorpecería. Contuvo el aliento, convencida de que el cansancio la hacía desbarrar; Hans no hablaba schwyzerdütsch y no se reuniría a horas intempestivas con Stülpnagel por muy afines que fueran. Y lo de partir a Berlín sin… sin… «¡No!», gritó su mente. Atolondrada, cerró los ojos y apretó las manos a sus flancos en el mármol, con él morando en su interior, hendido como un puñal que, al salir de la vaina que su coño suponía, perdería el vigor y la dejaría vacía.
—Tendrás un margen de dos, máximo tres días para arreglártelas y escabullirte —continuó diciendo Hans agostado y ronco. Se deslizó fuera de ella desabrigado en la cruda intemperie—. O menos, si comunicas tus circunstancias esta noche con toda la información que has recabado en la cena —asintió, consciente de la cantidad de datos que a lo largo de los meses y, sobre todo, entre copa y copa, ella había recopilado y filtrado. Si él caía, Édith se convertiría en objetivo. Adecentándose la ropa en las caderas, carraspeó, se agachó a por su camiseta, la vistió y se acomodó los tirantes en los hombros.
—No te… —comenzó a mascullar Édith en un fútil intento por simular que no comprendía lo que le decía, mal hablándole él en su dialecto paterno. Su identidad se había elaborado con esmero en base a unos documentos del extinto orfelinato Sainte–Madeleine, y el resto de los componentes de su personalidad se basaban en la verdad; no existía mejor método de sustentar una mentira.
Hans sacudió la testa y una sonrisa deshonesta le transformó el gesto cuando la apresó por la nuca con una connotación opuesta a la del restaurante; la volteó.
—¿Has estado escondiendo esa puta radio debajo de nuestra cama? —inquirió en un siseo. Édith tembló y él descansó la frente en la de ella, escuchando la súbita desazón en su respiración—. Todo Londres sabe el sonido que hago cuando tú… —le comprimió el gaznate—… tú, lobera, me haces perderme en mí mismo —rio, cínico, y no porque lo avergonzaran sus escarceos sexuales, sino el haber estado tan ciego, tan embelesado por ella.
—Hans… —barboteó Édith escaseándole el aire. El alma se le estaba despegando de las suelas de los zapatos y las lágrimas le horadaron los lacrimales—, querido, me… me estás asustando… no entiendo lo que… —tartamudeó en alemán y con las manos sobre la grande y ajada de Hans en su cuello, consistente como un cepo. Cerró los ojos: si bien no había escondido la mencionada bajo la cama, sí la había usado mientras el colchón conservaba el calor de él, aunque solo lo hizo en una ocasión y por perentoriedad. Días más tarde supo de la presencia de un furgón de incógnito de la Gestapo que había localizado a un miembro de la Resistencia gracias a las ondas radiofónicas detectadas en el obrador de la boulangerie del final de la calle. «Londres…», pensó, aturdida. Ella no había dado detalles de sus encuentros porque no quería jueces defensores de conciencia, carroñeros de sus cuerpos entrelazados.
—Basta —conminó Hans en schwyzerdütsch. Alejó la frente de la de ella y envileció el agarre y de inmediato; Édith abrió los ojos. Él jamás había visto esa atemorizada y atormentada mirada y se odió, se odió por ello al ser quien la había causado—. Si pierdes el temple y te descubren, lo que quede de ti después de la idílica estadía en la avenida Foch acabará en Ravensbrück o Dachau[1] —juró, aflojando el constreñimiento en el cuello—. Y Dios y tú misma sabéis que serás afortunada si te fusilan.
Édith claudicó, con los ojos llorando en desconsuelo y su sexo, el amor de ambos. Descolgó las manos, derrotada y con la boca llena de explicaciones que no podía dar y que, siendo racional, poco entrañaban ya.
—Voy a vestirte —decretó Hans soltándola. Recogió el vestido y lo dispuso sobre la mesa, y también las bragas. Acuclillándose, le levantó un tobillo y el otro y le pasó la prenda por las trémulas piernas infamadas en las ancas por los regueros de semen y flujo. Se enderezó y le abotonó la pieza lencera—. Y te irás al apartamento… —prosiguió acariciándole la sedosa cintura, ubicándose tras ella—… sintiéndome —concluyó, besándole la lastimada sien y bajando las manos al revestido sexo, notando cómo la braga se humedecía.
¿De verdad que un pelotón de fusilamiento o un «cabrón» sádico encañándola con una Walther P38 no conllevarían mayor clemencia que el dolor que la carcomía? Édith bebió la salazón de su silente llanto, sin incomodarle en absoluto si la nariz le moqueaba o no y si se veía ridícula y pueril, entretanto la seda de las bragas se oscurecía, enlutándose por el deseo derramado.
Hans tomó el vestido, se acuclilló y se lo ciñó. Él no es que no debiera, es que no podía ayudarla sin generar sospechas, y Édith se las apañaría; de hecho, de no haber sido por el nimio detalle que se manifestó delator, además de que ella estaba semiinconsciente, él, y para su deshonra, seguiría en la inopia.
—Arlette —reveló ella, frotándose las lágrimas en las mejillas. Dentelleándose el labio inferior, repitió su nombre; el de verdad—: Arlette. —Tonta de sí, irresponsable de sí, quería darle autenticidad, y eso que nunca había fingido su sentir. De poder, le confesaría lo mucho que le había costado modelar su dicción y sonar parisina y no ginebrina debido al origen de su madre; que el hochdeutsch lo había aprendido en el colegio y su padre le había hecho practicarlo fuera del aula, alternándolo con el schwyzerdütsch, y que la mantequilla y la leche eran insulsas en comparación con las de casa, en Kandersteg, y que la luz irradiada por las estrellas desmerecía en brillo con la que le entraba por la ventana de su dormitorio en el chalet, aquel que semejaba pertenecer a otra vida.
—Arlette —pronunció Hans, peinándola para a continuación recolectar su pena en las palmas y los dedos, secándole las mejillas. Si el plan no salía como esperaban, el malogrado sería él; su familia política estaba demasiado implicada en el engranaje del Reich como para que este emprendiera acciones directas sin ponerse en evidencia; sus padres descansaban bajo tierra y sus dos hermanos menores habían dado la vida por la patria. La única vulnerabilidad que le restaba era Édith para el mundo, «Arlette» para él. ¿Y si la conjura salía vencedora? Se encontrarían, no sabía cómo, empero sabía que lo harían; sus corrompidas almas se llamarían, se reclamarían.
—Obergruppenführer —voceó Brunner en el pasillo—, lamento la intromisión, es importante.
Hans acarició una de las mejillas de Édith y le alzó el bonito y sonrojado semblante.
—Ja![2] —respondió a Brunner, concediéndole acceso, y él pateó al interior del despacho.
Brunner entró percibiendo el aroma a sexo y la temperatura ligeramente elevada. Divisó el jarrón hecho añicos y las flores exánimes en la alfombra; volvió la vista a Édith, mucho menos acicalada y con los ojos vidriosos, lo que le recordó a aquel anochecer en el que, llegados al apartamento de la rue Androuet, él atestiguó como ella, asomándose por el tocador, enrabietada, le lanzó un peine a Hans maldiciéndolo a viva voz luego de que Maria Nina von Thüringen se le apareciera a la hora del cierre en la boutique con toda la intención de denigrar en plena calle a la que era más que «la amante francesa» de su marido. Nina no podía negarle a este los devaneos, sin embargo, aquello era mucho más. El Obergruppenführer marchó a por Édith con más brío que el que se daban los soldados al son de Erika[3], y no pudo esquivar la polvera arrojada en línea recta que le atizó en un hombro, pero sí redujo a Édith y se la cargó a las espaldas; y él, Brunner, se sintió afligido porque había formado parte del engaño: él había recibido la notificación de que la baronesa viajaría a París, sola, sin la prole y alegando que meses de separación valían el riesgo. El Reichsführer lo aprobaba, por tanto, Brunner convino con Hans que lo adecuado sería animar a la señorita Dubois a pasar ese fin de semana en el barrio de Porte de la Chapelle, accediendo a las insistencias del trío de señoritas que compartían piso y trabajaban en el taller y que gustaban de acudir al Cinema Normandie y a Le Chapiteau, y una vez amanecido el lunes y arreciada la tormenta, achicar el agua. No obstante, la baronesa, ladina, se les aventajó.
Ya puedes leer el último capítulo aquí: Al calor del Lobo (9): El destino de Édith – Relato erótico