No te pierdas la antepenúltima entrega de esta fascinante serie erótica de Andrea Acosta.
Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la sexta parte aquí: Al calor del Lobo (6): La boca de Édith – Relato erótico.
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Al calor del Lobo (7): La noche antes de Berlín
Si quien comparecía detrás de la puerta, dijo más, él no lo escuchó ya que el quinteto de palabras largadas por Édith le zumbaron en la sesera.
—¿Me lo prohíbes? —interpeló Hans.
—Sí —afirmó ella mancillando la piedra debajo de su comestible culo. Entre su humedad y la dureza de Hans, podría brincar sobre su polla y esta…, esta se deslizaría en su interior con tanta facilidad…—Te lo prohíbo —repitió Édith haciendo el camino inverso con sus manos, de la nuca a las mejillas y de estas a la masculina boca. Por ella, como si se presentaba Schulze aporreando la puerta; a decir verdad, ello no sería propio de su naturaleza. Franz Schulze no aparentaba haber sido miembro de la SA y, a diferencia de Ernst Röhm[1], desde luego que no promulgaba su homosexualidad, más bien, se esforzaba por ocultarla, desmintiendo cualquier rumor acerca de sus visitas al Eldorado[2].
—Obergruppenführer —insistieron a golpes de nudillos—, ¿todo bien?
Hans pasó el reverso de las manos por los antebrazos de Édith y la plateada calavera que le enjoyaba el dedo, relegando el sitio al anillo matrimonial, se escalfó al calor de ella. Reconoció al soldado y conjeturó que el cuarteto había echado a suertes lo de intervenir, pues, pese a que la puerta estaba abierta, no tenían permiso para interrumpir si la cuestión no era vital. El relativo silencio tras la breve escandalera y el estallido del jarrón eran inusuales—. No tienes potestad de prohibirme lo más mínimo —aseveró poniéndole voz y música al Pasional[3] momento. Trocó las caricias en un agarre, la bajó de la mesa y la volteó, vedando que enlazara las piernas.
El inevitable gritito que saltó de la boca de Édith se acentuó cuando sintió la piedra en los pechos y el encaje del liguero que había traspasado el patrón a su piel, hermoseándosela; las medias recelosas, se le rajaron en las pantorrillas. Agitó los pies en búsqueda del equilibrio cuando Hans le propinó un azote del que se vengaría; o eso se prometió con la nalga bailándole gelatinosa.
—Alborotadora… —burló Hans, serpenteando por la baja espalda de Édith y rozando, solo rozando la vulva con la zurda. De soslayo vio el giro del pomo y enfiló la polla profundizando con ella en el encendido sexo. La musicalidad lasciva del coño al recibirlo hizo de coro a la canción que sonaba sin hacerlo.
La puerta bisbiseó al abrirse y el aroma a perfume pervertido por el del sexo y el sudor asaltó el pasillo. Una nube de cabello con retazos de ondas planeó alrededor de los crispados hombros y los senos dadivosos pendulearon. El liguero y las medias realzaban la magnificencia de las posaderas, cuya piel restregada y azotada difería en tonalidades como la de un maduro melocotón del valle del Ródano. La estampa ante los ojos del Schütze[4] Weber superaba las adquiridas en formato tarjeta en la tienda de tabaco, junto a un paquete de egipcios.
Édith, próxima a la hipoxia, venció la cabeza en la mesa; su frialdad le condensó la transpiración y apretujó los interiores con las pelotas de Hans haciéndole tope. Ese hombre la tenía aquejada de mal de altura, y todo porque el placer al que antagónico la sometía la hacía ir tan arriba que su organismo padecía; sí, lo hacía, de una forma deliciosa.
Hans devolvió la mirada al Schütze y asió a Édith por las caderas para ampararla en su pecho; la posición y, por ende, presión en su verga lo hizo gruñir.
—Voy a amarte, hasta que me odies… —amenazó, despejando el sofocado semblante de esta, y le besó el lunar en la esquina de la boca, antes enmascarado por el maquillaje.
Édith jadeó y el corazón de Hans retumbó, aunándose al suyo. Pestañeó y distinguió a Weber en el vestíbulo, estático y mudo. Ella acostumbraba a dedicarle una sonrisa cordial, como al resto de los compañeros, sin embargo, jamás intercambiaban palabra, y en ese instante, y en vez de sentirse afrentada, gimió con Hans recreándose en su coño.
La guerra y sus vientos coléricos desataban lo inimaginable, pero al Schütze Weber aquella visión exenta de sangre, de espanto y de desolación se le remachó en las retinas. A fe suya que la señorita Dubois poseía una especie de embrujo, del tipo que hace que uno se sienta arder a expensas de una helada invernal, y lo presenciado le era demasiado como para no reaccionar, tanto que la bandera con la esvástica izada en la Torre Eiffel estaría más tiesa en su verga. Cuando ella gimió, deglutió y redirigió la vista al Obergruppenführer; temeroso, estiró el brazo y realizó el saludo[5] y, huidizo, se replegó.
—Nunca te he abandonado… —ratificó Hans al oído de Édith, mirando a un Weber con el brazo extendido y la polla despierta. Ella era un menú completo compuesto de entrante, primero, segundo y tercer plato, y sin olvidarse del postre; si bien no repartiría bocado, no era tan desalmado como para impedir que soñaran con el sabor de una migaja. La devolvió a la mesa y recogió las pompas en sus manos, comprimiéndose la verga—. Y no voy a hacerlo—juró, redundante, y le asestó un embate cuando la puerta se cerró.
Édith suspiró, quedándose en la superficie de las proferidas declaraciones, mientras Hans volvía a sumergirse en lo abisal de su sexo. Lloriqueó, con sus jugos rebosándola, tornándola resbaladiza y fragorosa y el barboteo de la saliva le ahogó la voz. Se cuarteó la pintura de las uñas al arañar el mármol y el diligente orgasmo le erizó la nuca, anunciándose.
—Aún no —resopló Hans con el encogimiento del canal aprehendiéndole la polla, y en una contraofensiva balanceó las caderas dilatando el clímax de Édith—. Espera —requirió, regulando las embestidas—. Espera —porfió a ritmo del inaudible tango e intensificó las acometidas controlándola no por las nalgas y por las anchas caderas.
—Yo, yo, no… —gimoteó Édith en desvarío; el placer retozaba con el dolor como algo que no podría tildarse de otra cosa que de divino. Enarboló la cabeza y con un antebrazo encumbró el pecho por encima de la mesa, echó la mano diestra hacia atrás para acompañar el cuerpo de él, que la martilleaba, implacable—. Hans… Hans… —plañó con el vetado orgasmo reemprendiendo la carga y con ninguna intención de ser avasallado.
—Ven a mí —convino Hans, prologando la cadencia, con Édith entonando su nombre como en una plegaria. El sudor le lamía la piel, le goteaba del pelo, le jarreaba por el puente de la nariz, le chispeaba a su vez desde el vello del pecho, el del pubis y el de las piernas—. Ven, ahora —zanjó, a sabiendas de que no se demoraría en seguir el colapso del de ella.
Édith cedió al mandato e hincó los cinco dedos y uñas en Hans, arrollada por el clímax. Los pezones flagelaron el viciado aire, el clítoris le cimbreó enloquecido y su coño palpitó, contrayéndose. Áfona, zozobró en la mesa.
Hans imprecó, maldijo y blasfemó alongando los embates, mas no duró mucho. Debido a la violencia inherente a la pasión, ajustó las manos a las caderas de Édith, reteniéndola, y se corrió; lo hizo resoplando bullicioso con cada copioso caño de semen. Por el forro de los testículos rezumó el exceso de fluidos, colmando el coño.
—Meine Edelweiss —exhaló, desecado, en una postura poco confortable.
Lo sintió latir rabioso previo a que los chorros de simiente empezaran a tirotearla, anegándola. Édith gimió, sumida en el gozo de los movimientos espasmódicos que se gestaban en el cérvix y se regocijaban en la cuna de su útero. Estaba enajenada, loca por Hans; quería su amor, quería su venganza, quería su… Por Dios, lo amaba a él por encima de la ética, de la moralidad, de su propia alma. Así que la condenaran, que lo hicieran, que la expiaran y la mortificaran, pero envuelta en el calor de su piel de lobo, de sus fauces, de la encubierta médula corderil.
Aquel sería el momento preciso en el que la aguja del tocadiscos silenciaría la música y el tarareo del reloj en el embellecedor de la chimenea. Los minutos se sucedieron imparables y las desbocadas respiraciones se sosegaron, a diferencia del olor a sexo, que se reforzó con los postreros remanentes de deseo.
—Antes de primera hora me reuniré con Stülpnagel[6] —previno Hans, dentro todavía de ella y mal hablando en schwyzerdütsch, que para desconocimiento de Édith había aprendido en la adolescencia durante las campañas otoñales de caza de íbices y rebecos compartidas con su padre, en especial en el cantón de Valais—. Después, me será imposible pasarme por el apartamento en el que tú estarás durmiendo plácidamente porque me enviarán a Berlín.
Ya puedes leer el penúltimo capítulo aquí: Al calor del Lobo (8): Édith al descubierto – Relato erótico