Fernando María Francisco de Paula Domingo Vicente Ferrer Antonio José Joaquín Pascual Diego Juan Nepomuceno Genaro Francisco Javier Rafael Miguel Gabriel Calixto Cayetano Fausto Luis Ramón Gregorio Lorenzo Jerónimo, rey de España desde 1808 hasta su muerte en 1833 con el nombre de Fernando VII, «el Deseado» para algunos, el «Felón» para la mayoría, no gozó del amor de sus esposas por sus numerosas infidelidades, su complejo carácter y un físico grotesco que incluía un pene largo como un taco de billar, fino como una barra de lacre en su base y tan gordo como el puño en su extremidad, que causaba tal pavor que su tercera esposa se cagó de miedo, literalmente.
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Feo, inmaduro y superdotado
Los retratos que Goya y otros artistas pintaron de Fernando VII revelan que no recibió el sobrenombre de «el Deseado» por su magnetismo sexual: tenía un rostro de frente ancha en la que brillaban unos ojos pequeños y estrábicos, una nariz grande, carnosa y curvada, y una mandíbula inferior prominente en la que apenas destacaba una boca pequeña, con un labio inferior deprimido; a eso se añadía su corta estatura (1.65 cm), su obesidad, su incipiente calvicie y su cojera, fruto de la gota que padecía.
Aunque, por lo visto, los artistas fueron piadosos y resaltaron las virtudes estéticas del monarca, ya que su prima María Antonia de Nápoles, con la que contrajo matrimonio en 1802, se sintió engañada y al borde del desmayo cuando lo conoció en persona. «En el retrato parecía más bien feo que guapo; pues bien, comparado con el original, es un adonis», escribió en una carta remitida al archiduque de Toscana.
A esta fealdad se sumó una característica que tampoco se plasmó en los cuadros: su enorme y deforme pene (fruto de una demacrogenitosomía), que sumado a su timidez, inexperiencia sexual e inmadurez, le imposibilitaron la consumación de la noche de bodas. Según su suegra, tardó once meses en cumplir con sus obligaciones maritales, pero una vez probado el fruto prohibido, no pudo parar, y sus amantes se contaron por decenas, algo que no pareció importar demasiado a sus esposas oficiales, demasiado ocupadas en cumplir un designio real: gestar un heredero.
El cruel destino de María Isabel de Braganza
Tras la muerte de María Antonia de Nápoles, en 1806, por tuberculosis y sin dejarle descendencia, Fernando VII contrajo nuevas nupcias en 1816 con su sobrina María Isabel de Braganza. La joven de apenas 19 años de edad, con un carácter dulce y sencillo, no solo tuvo que soportar el ambiente de la Corte española (hipócrita y traicionero), tan diferente a la plácida vida que llevaba en Brasil, sino también a un marido que le exigía un hijo mientras él disfrutaba de pasatiempos populares como los toros y el billar, y de cortesanas y prostitutas.
Pero al igual que su antecesora, los intentos por darle descendencia fueron infructuosos: dio a luz a una niña, que murió cuando tenía apenas cuatro meses y su segundo embarazo le costó la vida. Según el cronista Wenceslao Ramírez de Villarrutia, cuando los trabajos de parto dejaron a la reina inconsciente, el rey exigió al médico «Haga todo lo que sea menester, pero salve al niño»; y así se hizo, pero de la forma más cruel posible: «Hallándose en avanzado estado de gestación y suponiéndola muerta, los médicos procedieron a extraer el feto, momento en el que la infortunada madre profirió un agudo grito de dolor que demostraba que todavía estaba viva».
Aunque tanto la criatura como María Isabel de Braganza murieron en el parto y la reina no cumplió la exigencia real, dejó un legado de gran valor cultural para el pueblo: que la Academia de San Fernando impartiese clases también a las mujeres y la materialización del proyecto fallido de Fernando VI, un museo con las obras de arte atesoradas por los monarcas españoles: el Museo Real, hoy llamado Museo del Prado.
Una noche de bodas terrorífica
Apenas un año después, Fernando VII contrajo nuevas nupcias con María Josefa Amalia de Sajonia, una joven que, huérfana de madre siendo apenas un bebé, había sido criada en un convento. Su educación religiosa y el absoluto desconocimiento del mundo más allá de los muros conventuales sumados a la diferencia de edad (ella tenía 16 años y el rey, 35) y al tamaño desproporcionado del pene real, le provocaron un ataque de pánico durante la noche de bodas que desembocó en una anécdota escatológica.
Así la contó el escritor francés Prosper Merimeé en una carta a Stendhal: «Entra su Majestad. Figúrese a un hombre gordo con aspecto de sátiro, morenísimo, con el labio inferior colgándole. Según la dama por quien se la historia, su miembro viril es fino como una barra de lacre en la base, y tan gordo como el puño en su extremidad; además, tan largo como un taco de billar. Es por añadidura, el rijoso más grosero y desvergonzado de su reino. Ante esta horrible vista, la reina creyó desvanecerse, y fue mucho peor cuando Su Majestad Católica comenzó a toquetearla sin miramientos, y es que la reina se escapa de la cama y corre por la habitación dando gritos. El rey la persigue; pero, como ella es joven y ágil, y el rey es gordo, pesado y gotoso, el Monarca se caía de narices, tropezaba con los suelos. En resumen, el rey encontró ese juego muy tonto y montó en espantosa cólera.
Llama, pregunta por su cuñada y por la camarera mayor, y las trata de Putains y de Brutes con una elocuencia muy propia de él, y por último les ordena que preparen a la reina dejándoles un cuarto de hora para ello. Luego, se pasea, en camisa y zapatillas, por una galería fumándose un cigarro. No sé qué demonios dijeron esas mujeres a la reina; lo cierto es que le metieron tanto miedo que su digestión se vio perturbada. Cuando volvió el rey y quiso reanudar la conversación en el punto que la había dejado, ya no encontró resistencia; pero, a su primer esfuerzo para abrir una puerta, abrióse con toda la naturalidad la de al lado y manchó las sábanas con un olor muy distinto al que se espera después de una noche de bodas. Olor espantoso, pues las reinas no gozan de las mismas propiedades que la algalia ¿Qué habría hecho usted en lugar del rey? Se fue jurando y estuvo ocho días sin querer tocar a su real esposa y de hecho nunca tuvieron hijos».
Después de la traumática experiencia narrada por Mérimée, María Josefa Amalia de Sajonia se negó en rotundo a mantener relaciones sexuales con el rey. Ni siquiera la carta que le envió el Papa Pio VII asegurándole que el sexo con el monarca era «necesario a los ojos de Dios» consiguió convencerla. El matrimonio, que duró diez años (hasta el fallecimiento de la reina en 1829 debido a unas fiebres graves), no le dio a Fernando VII la descendencia que ansiaba.
El cojín salvador
Algunas crónicas apuntan que el miembro del rey, además de dar miedo, causaba heridas internas a sus esposas. Para que las relaciones sexuales fueron menos traumáticas, los médicos confeccionaron un mullido cojín con un orificio estratégicamente colocado; de este modo, aunque Fernando VII se dejara llevar por el frenesí sexual, el cojín haría de tope y su amante no sufriría males mayores.
Mano de santo. Su cuarta esposa, María Cristina de las Dos Sicilias, no solo resistió a los fragorosos embates del rey y le dio dos hijos (Isabel II y Luisa Fernanda), también le sobrevivió tras su muerte el 29 de septiembre de 1833, a la temprana edad de 48 años, debido a violentos ataques de gota.
El fallecimiento del monarca no pareció entristecerla demasiado, ya que el 28 de diciembre del mismo año se casó con un sargento de su guardia de corps, Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, protagonizando uno de los mayores escándalos de la época.
Pero como diría Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.