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Una experiencia de alta cocina (I): La chef – Relato lésbico

No te pierdas el último relato lésbico de Thais Duthie, «Una experiencia de alta cocina (I): La chef».

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Una experiencia de alta cocina (I): La chef

—¿Cuánto habías deseado esto?

La tenía muy cerca y, a pesar de la ambigüedad de la pregunta, me mantuve serena. ¿Lo imaginaba o estaba flirteando? Desde aquella distancia podía notar el olor a ropa limpia que desprendía su chaquetilla, incluso el aroma del perfume entremezclado con el suyo propio. Reconocí la marca y sonreí para mis adentros. Fue como una pequeña victoria en aquel duelo tan esperado. A lo largo de mi carrera había aprendido a afinar no solo mi paladar, sino también mi olfato.

—Es pura curiosidad profesional, Cruz, nada más —le dije, mientras observaba las esferas de fruta de la pasión que estaba colocando cuidadosamente sobre un plato.

La primera vez que supe de ella yo llevaba diez años como mujer de referencia en el mundo de la gastronomía. Al principio pensé que era inofensiva, pero dio la casualidad de que, cuando ella apareció, mi fama comenzó a descender y empecé a seguirle la pista. Su popularidad creció con la apertura de un restaurante en el centro de Valencia y, desde entonces, no dejamos de coincidir en los eventos culinarios. Durante un tiempo creí que la odiaba, pero no, era algo distinto. ¿Envidia? No, más bien curiosidad, intriga. Desprendía un magnetismo que atrapaba a todo el mundo y, por mucho que quisiera resistirme, yo también acabé cayendo.

No podía negar que verla cocinar en aquellos showcookings era un espectáculo, por eso me acerqué aquel día al terminar su plato y le pregunté: «¿Sabes quién soy?». Ella contestó con «Claro que sé quién eres», tras una sonrisa ladina. Le entregué mi tarjeta y le pedí que me llamara. Y allí estaba, tan solo unos días después; en su ático, en su cocina, a centímetros de ella. Había conseguido lo que quería: que Cruz Duarte cocinara solo para mí.

—¿Qué es eso? —pregunté al ver cómo ponía unas pequeñas láminas sobre el helado de chocolate belga.

—Cristales de sal. Son el contrapunto para el dulzor del chocolate.

Rodeé la isla en la que Cruz trabajaba y tomé mi vaso de agua. Di un sorbo solo para ganar un poco de tiempo. Observé la cocina, blanca y luminosa. Una gran pieza de mármol con vetas grises formaba la isla. En la pared había estantes flotantes de madera, todas diferentes y con formas naturales. En ellas, una centena de frascos de cristal estaban ordenados por el color de lo que contenían. En una de las esquinas había una bodega y, justo al lado, una estantería empotrada con varios libros de cocina. Reconocí el lomo del mío entre ellos, Secretos del mar.

El ático era pequeño, pero lleno de lujos. En poco se parecía a mi hogar, una casa familiar en la sierra de Madrid. Cruz tenía hasta muebles en la cocina con acabado de efecto espejo. A pesar del tinte oscuro que los cubría, pude observar su silueta. La chaquetilla negra era un elemento característico en ella y vestía pantalones ajustados que se volvían ligeramente acampanados en los tobillos.

Cruz atemperaba chocolate blanco con una espátula grande y fina y yo no podía dejar de mirar. Era como si viera aquella escena por primera vez, como si no lo hubiera hecho cientos de veces yo misma. La chef estaba muy concentrada mientras creaba virutas y miraba el confeti de chocolate al que estaba dando forma con devoción. Cualquiera que la viera cocinar se divertía porque ella se divertía.

—Leí en una entrevista que no eres especialmente aficionada al picante, ¿es cierto?

—Traumas infantiles —susurré, y la miré esperando encontrar contacto visual, pero ella seguía obsesionada con las virutas.

—Hoy tendrás que hacer un esfuerzo —Solo entonces, conectó sus ojos con los míos. Lo había hecho pocas veces desde que nos conocíamos y siempre me dejaba helada. Sus iris eran de un azul puro, enmarcados por su tez clara y cabello del color del carbón. Lo llevaba recogido en una coleta larga que llegaba hasta la mitad de su espalda.

—Pensaba que serías más considerada con las visitas.

Cruz dejó de cortar chocolate y sonrió.

—Me pediste que te cocinara cualquier cosa —Hizo una pausa y, acto seguido, añadió—. Eso me lleva a preguntarte, por cierto, si sueles hacerlo con todos los chefs que te cruzas.

—Solo con mi competencia.

—¿Con tu competencia o con las mujeres que son tu competencia?

Sentí cómo me ruborizaba, pero traté de ocultarlo con una risa sonora y otro sorbo de agua.

—Puede que sea lo segundo.

—He de decir que me gustó tu propuesta o si no, no estarías aquí y este postre me lo comería sola. Pero es un muy buen plato, en breve lo incluiremos en la carta del restaurante.

Cruz vertió un líquido rojo en el sifón y lo agitó.

—¿Por qué crees que es tan buen plato que no puedes solo disfrutarlo a solas?

—En realidad no es un plato —aseguró con firmeza—. Cierra los ojos.

Hice lo que me pidió y me quedé quieta mientras la escuchaba acercarse. Creí notar el aroma del detergente de nuevo, el sonido de sus botas contra las baldosas. Entonces, sentí un roce en el lóbulo de mi oreja que agudizó todavía más todos mis sentidos restantes.

—Es una experiencia.

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza y contuve un gemido que amenazaba con exponerme demasiado. Abrí los ojos para detener lo que fuera que estaba sucediendo en mi interior, y la encontré justo a mi lado.

—Tú no querías solo un postre, ¿verdad? Querías esto, una experiencia.

Su voz había perdido el tono de chef profesional en una demostración culinaria. Ahora sonaba como si entre ambas hubiera una tensión muy fuerte, una que no podía ser solo fruto de una propuesta y la hora y media que llevábamos de cocinado. Tal vez esa conexión que sentía no había nacido ahora ni cuando le pedí que cocinara para mí, sino que ella también me había seguido en las sombras como yo a ella. Volví a mirar mi libro, que descansaba en la estantería bajo la luz de un foco.

—No, no quería solo un postre —confesé.

Cruz tomó unas virutas de chocolate blanco del bol que había frente a nosotras y alargó la mano hacia mí. Colocó el chocolate sobre mis labios y dejó que se deshiciera de nuevo con el calor que desprendían. Luego introdujo su dedo en mi boca y lo lamí. Estaba dulce, pero también picaba.

—Ahora necesito que te desnudes, es hora de emplatar.

Ya puedes leer el desenlace aquí: Una experiencia de alta cocina (II): La chef – Relato lésbico