En aquel momento, mientras sus manos buscaban con desesperación los botones, cierres y huecos del uniforme, olvidé por completo las primeras impresiones.
—Date la vuelta.
Laura sonaba brusca y lo fue con cada botón que desabrochaba, hasta con el de los pantalones. El tirón con el que me bajó la prenda me hizo ahogar un gemido y cerrar los ojos con fuerza. Me bastó abrirlos para arrojarme la realidad y recordarme que nos encontrábamos en los vestuarios de las galerías.
Sus manos acariciaban la piel de mi abdomen, y yo quería tocar la suya. Como pude, le quité la americana. Puse mis manos contra su pecho para que se detuviera y me permitiera desnudarla, pero ella gruñó, se deshizo de los primeros botones y se quitó la camisa por la cabeza.
—Joder, Laura, no pensaba que te gustara…
—¿Que me gustara qué? —lo susurró contra mi escote, donde dejó un mordisco antes de seguir bajando.
—Que te gustara mandar.
Rio justo sobre mi monte de Venus. Todavía estaba cubierto por la tela de mis bragas, pero su aliento erizó mi piel. Tomó el elástico de la ropa interior con los dientes y, con la ayuda de sus dedos, la deslizó por mis piernas. Se aseguró de liberarlas solo de una de ellas e ignoró por completo que se hubieran quedado atrapadas en la otra.
Me arqueé ante tal escenario: ella mirándome sedienta desde abajo, su boca acercándose peligrosamente a mi intimidad de nuevo y sin frenos, mis pezones duros que se marcaban en el bralette. Todo me ardía por dentro. Creí que estaba preparada para sentir sus labios otra vez, pero cuando rozaron el vello de mi sexo sentí una sacudida que me removió por completo.
—Estate calladita —me dijo, antes de dejar un beso en mi ingle—. Puedes sujetarte de los colgadores.
A ambos lados de mi cuerpo había unos colgadores de hierro con chaquetas. Las quité como pude y oí cómo caían al suelo, pero entonces era yo la que necesitaba sostenerme. Me agarré como si lo hiciera a un bote salvavidas al tiempo que la nariz de Laura jugueteaba en mis labios más íntimos. Su lengua se abrió paso entre ellos, acarició mis pliegues por el camino. Encontró, tal vez por casualidad, mi clítoris hinchado por la excitación, y lo atrapó.
Hice lo posible por mantener el contacto visual pese a mis párpados pesados, que amenazaban con privarme de visión para centrarme mejor en lo que estaba ocurriendo entre mis piernas. Pero Laura me observaba de un modo que no podía ignorar ni aunque quisiera. En sus pupilas había deseo, morbo, desesperación. Pensé que había atinado porque enseguida vi cómo se desabrochaba del cierre de los pantalones y colaba una de sus manos debajo. Ahogó un gemido contra mi entrada justo antes de rodearla con su lengua y hacer que entrara solo un poco. Me hizo necesitarla y, luego, volvió a lamer desde allí hasta mi clítoris con lentitud, pero con una firmeza que me impulsaba al orgasmo cada vez más rápido. Ella apagaba gemidos en mi sexo, uno tras otro.
Y llegué.
Fue inesperado y sacudió hasta el rincón más pequeño de mi anatomía. No pude preverlo, prepararme ni avisar a Laura, que tuvo que beberse mi clímax. Luego lamió hasta que no quedó ni rastro de mi placer.
Conforme mi respiración se apaciguaba, la suya se revolucionaba. Me solté de los colgadores y me deslicé pared abajo hasta quedar sentada frente a ella. La tomé de la nuca, la besé. Pude saborearme en aquella batalla entre su boca y la mía. Estaba muy cerca de hacerme con la victoria y la quería, por eso colé una de mis manos bajo sus pantalones y acompañé la suya. Como sus dedos habían estado estimulándola desde que había comenzado a lamerme, bastó con introducir un par de los míos en su interior. Solo con cruzar esa puerta, la de su entrada estrecha, su cuerpo se tensó un poco y luego se dejó llevar. La tomé del pelo para que su boca quedara contra la piel de mi hombro, así acallamos ese grito que puso punto y aparte.
Una frente a otra, nos miramos mientras recuperábamos el aliento. Reparé en el tatuaje de líneas finas que enmarcaba uno de los lados su pelvis y lo acaricié. Laura se estremeció bajo mi tacto. Hizo una especie de ronroneo que me arrojó a la realidad, había ruido fuera del vestuario.
—Creo que están viniendo.
Nos levantamos como pudimos. Vi cómo ella se vestía a la velocidad de la luz y me extrañó que tomara su tote bag lisa y se fuera hacia la salida de los vestuarios sin cambiarse.
—Nos vemos luego —dijo apurada antes de cruzar la puerta.
Me quité el uniforme, me puse mi ropa y salí de allí lo antes posible. Prefería no tener que dar explicaciones acerca de mi aspecto acalorado en pleno noviembre. Pese a ello, cuando estaba a punto de abandonar las galerías, una de mis compañeras me pidió que subiera al despacho del director. Órdenes de arriba.
Mientras subía por la escalinata tan característica del edificio en dirección a lo que podía ser mi despido, noté cómo mi corazón volvía a alterarse por una razón muy distinta a la de hacía unos minutos. ¿Alguien se habría enterado de lo que había sucedido entre Laura y yo? ¿Tal vez sobre alguna de las otras veces? ¿Una clienta había hablado de más?
Golpeé la puerta del despacho y, tras el «adelante» educado de mi jefe, entré en la estancia. Olía a cedro y naranja y estaba un poco oscuro. Me llevó unos segundos que mis ojos se adaptaran a la iluminación tenue del despacho, sobre todo por la ausencia de luz solar a esas horas. Las otras veces que había estado allí era pleno día.
—Gracias por venir, Adela, pasa. —Estaba sentado en el chéster e hizo un gesto para que tomara asiento en el sillón orejero que había dejante.
Entonces reparé en la mujer que se encontraba a su lado. Era Laura. ¿Qué hacía allí, tan cerca? Vestía un jersey gris de cachemir con mangas abullonadas y unos pantalones negros palazzo. En sus pies, las Roman Stud de tachuelas. No supe cuál de todos los elementos sorpresa que había ante mis ojos me dejaba más fuera de juego.
«No te va a gustar quien soy fuera de aquí».
Ahora lo entendía.
—Laura, que te ha ayudado hoy, es en realidad una auditora —comenzó a explicar el director de las galerías—. Hace tiempo que sospechamos que tu puesto en la sección de calzado de mujer no es lo que mereces.
Se me heló la sangre.
Debí haber confiado en mis sospechas. Su porte era inconfundible, sus movimientos, únicos. Debí haberme dado cuenta cuando me llevó a los vestuarios y su actitud cambió completamente.
—Con su auditoría secreta, Laura me ha confirmado que muestras dedicación, pasión y buen trato hacia las clientas —explicó el director, con esa voz pausada que lo caracterizaba.
Pude volver a respirar al escuchar esas palabras. Aun así, sentía que en mi interior había un cóctel explosivo que me revolucionaría en cualquier momento.
—Eso es fundamental en las galerías, ya lo sabes. Y valoramos tu profesionalidad. Es por ello que nos gustaría proponerte…
—Un ascenso a responsable de planta —terminó Laura.
Y ahora sí que tenía todo el sentido del mundo: el instinto no falla.