Que el amor no es como te han contado en los cuentos y en las películas románticas es algo que aprendes a base de fracasos y segundas oportunidades. Esa es mi teoría y aquí vengo a desgranarla. Dicen que amar es la conciencia de estar vivo y estar vivo, como diría el filósofo alemán Martin Heidegger, es ser para la muerte. Es una determinación obstinada y trágica, pero a mí siempre me ha parecido más desolador mantener la negación y asumir una perspectiva reduccionista sobre nuestras vitales circunstancias. La mentira no es atractiva y dudo mucho de que pueda tener un encanto suplementario.
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Vivir no es una happycracia, pero tampoco esto quiere decir que estemos condenados a vagar por un valle de lágrimas. La existencia nos brinda la oportunidad de la buena vida y con ello, del buen amor. Se lo dije a quien me adoró y me rompió el corazón, a quien quiso soñar conmigo y cuidar cada semilla, a quien huyó y a quien me obligó a irme. Amamos para reafirmar nuestra identidad y buscar definición, explorando así preguntas como «¿Quién soy?», «¿Qué soy?, «¿Qué quiero?» o «¿Cómo deseo?». Amamos para elegir trinchera y prodigar atenciones y cuidados al cuerpo ajeno. Amamos para sentir que el mundo es menos hostil, creyendo entonces que la lealtad de una persona aliviará nuestros miedos, el puñetazo en el estómago o la añoranza por el pasado.
Enamorarse es una particularidad evolutiva o como sostiene mi admirada Helen Fisher, es un impulso fisiológico. Pero «amar amar» es otra cosa. Más sonrojante. Más vibrante. Más vulnerable. Deberíamos aprender a ser más honestos cuando las cremalleras se bajan, en el arte de la jodienda, así como en ese otro arte, no tan húmedo, no tan chorreante, como es el arte de abrazarse en el sofá y sentir la finitud del tiempo.
El amor es la caricatura de lo que una vez soñamos, un secreto sucio y, para sorpresa de los sabelotodo, una trama infinita. Pese a los consejos, las investigaciones y las buenas intenciones, me temo que no hay manual de instrucciones. Al menos, no para todos los públicos. Amar es una forma salvaje de ordenar el mundo, pero existen muchas técnicas para lidiar y sobreponerse en el caos.
Algunos prefieren las vías más fáciles, por ejemplo, creen que los sentidos son solo el aquí y el ahora. Otros se entregan a los clásicos y no tan clásicos en busca de guía, de Platón a Spinoza, pero sin desmerecer las interpretaciones de los más modernos y osados, como (Eva) Illouz. Hay quien no teme improvisar y un día, en la oscuridad del dormitorio, se descubre siendo feliz con una persona cualquiera.
Cuando se antoja el desamor, muchos no saben qué responder. Todavía creemos que romper una historia de amor se reduce constantemente a un ejercicio de simplificación, como si bastara con atribuir a unos y otros las etiquetas de víctima o de verdugo. El desamor es un dictado alucinado: se cava una tumba y te enfrentas a lo que amaste. Quizá un buen hombre, quizá un monstruo. Quizá una mujer valiente, quizá la mayor de las arpías.
Si bien hay espacio para otros nombres, sin lado oscuro, sin mandíbulas de serpiente. Esos nombres no son más que fracaso y muerte. A veces no es que una historia de amor te duela y te abra las venas, a veces es solo que ya no te puedes mover, que ya no sientes la vida, que todos los límites perdieron sentido. Morirse, después de amar y ser amado, es un fracaso. Quedan los gemidos, los libros compartidos, las canciones que nos sanaron, algunas lágrimas sin abrazos y varios perdones a destiempo, la sed de futuro y si, lo libidinal fue sublime, varios versos atrapados en la piel, como si fueran cristales rotos y no raíces.