Disfruta de este relato veraniego de Thais Duthie.
Sigue leyendo…
Veinte metros de eslora (I)
La probabilidad de encontrarme a una de mis clientas habituales en otro país debía de ser muy baja. Mínima. Y, sin embargo, Isa y yo nos habíamos cruzado en una playa remota al norte de Cerdeña. En agosto, las ventas en las galerías se reducían drásticamente, de modo que era el mejor momento para tomarse unas vacaciones. Mi destino aquel verano era la isla del Mediterráneo con agua cristalina y ruinas de piedra, y lo último que esperaba era reconocer unos pies que había visto decenas de veces antes.
Estaba tomando el sol en una playa de arena blanca y fina cuando escuché unas palabras en español. Me removí en la toalla, abrí un ojo. Me bastó ver su tobillo fino decorado con una tobillera dorada para saber que se trataba de ella. Tras una semana en la isla sin más compañía que la que me ofrecían mis fallidas citas en cualquier bar de Cagliari, un rostro conocido era lo mejor que me podía pasar.
Estaba acostumbrada a verla con sus conjuntos elegantes y sobrios y observar sus curvas por primera vez hizo que la piel de cada rincón de mi cuerpo se erizara. Me di cuenta de que debía de haber practicado algún deporte con frecuencia desde pequeña, pues sus piernas eran fuertes y sus brazos sostenían la tabla sobre su cabeza sin esfuerzo aparente.
—¡Isa! —grité al ver cómo se alejaba por la playa mientras me incorporaba.
Después de eso todo sucedió de forma orgánica, como si en lugar de una clienta fuera una vieja amiga. Le llevó un momento reconocerme sin el uniforme y con el pelo suelto y ondulado por el agua salada, pero par de minutos después me invitaba a su yate al atardecer.
—¿Estás de broma? —Nunca había pensado en ella de aquel modo, ninguna de las veces en las que había estado en las galerías comprando zapatos, pero aquel cambio de escenario me hizo desear que no se tratara de una broma.
—No, voy en serio. Estamos muy solas por aquí, ¿no te parece, Adela? —Miró hacia donde estaba la toalla para asegurarse de que no había nadie más, luego señaló a una chica que salía del agua. —Mi amiga, la que viene de hacer paddle surf conmigo, vuelve a Barcelona en un par de horas. Nos vemos a las siete en el puerto de Porto Cervo.
Claro, Porto Cervo, ¿dónde iba a quedarse si no? Era el pueblo más cotizado de la Costa Smeralda. Por lo poco que sabía de Isa, había heredado una fortuna de su familia y su trabajo consistía en gestionar el patrimonio que llevaban años acumulando.
—Hecho, allí estaré —prometí. Sentí cómo entre mis piernas comenzaba a propagarse un calor que no remitiría en todo el día. —¿Llevo algo?
—Muchas ganas de divertirte. Lo pasaremos bien —Esbozó una sonrisa muy reveladora y volvió al agua. Con el fuerte deseo de que mi mente no se hubiera imaginado el tono coqueto con el que acababa de contestarme, observé cómo se deshacía del chaleco salvavidas y su cuerpo relucía brevemente bajo el sol antes de zambullirse en el mar de nuevo.
***
Los veinte kilómetros de trayecto hasta Porto Cervo me habían servido para mentalizarme acerca del yate y el lujo que, con toda seguridad, envolvía a Isa. En las galerías siempre se había mostrado abierta y muy cercana conmigo y el resto del equipo pese a su estatus, y no se había dedicado a desplegar todas sus posesiones como hacían otras clientas. Precisamente por ello me quedé asombrada al ver los casi veinte metros de eslora del yate, los sillones acolchados de la cubierta y la bandera del emblema de la familia de Isa ondeando al viento.
Como si la hubiera invocado ella apareció justo después. Llevaba un caftán que casi le llegaba a los pies, además de las sandalias de dedo Vlogo de Valentino Garabani que había comprado en su última visita a la sección de zapatería. Eran de goma, de color rosa pálido, suela deslizante y cierre de hebilla. Ahora que veía el yate comprendía por qué insistió tanto en que fuera un modelo con cierre y suela clara.
—Bienvenida, señorita Adela. —Isa hizo una reverencia frente a mí, levantándose un poco la tela del caftán.
—¿No debería ser yo quien hiciera la reverencia? ¿Dónde tenías escondido este yate? —reí antes de girar sobre mí misma para ver bien la cubierta.
—Olvídate de todo eso. Ahora solo somos Adela e Isa… —Se acercó, acarició mi mejilla y se alejó de nuevo, como bailando sobre el suelo de tarima. —Toma una copa de frizzante de ahí y busca asiento, vamos a navegar.
Mientras llenaba la copa comprendí que no había tripulación, ella era el patrón de barco. Aquella titulación era solo una de las infinitas curiosidades que me moría por conocer de Isa. Vi cómo el yate se alejaba del puerto y se volvía más y más lejano con cada sorbo que daba a mi bebida.
Disfruté de la brisa marina y de los rayos de sol que me acariciaban con timidez. No había estado antes en otra embarcación que no fuera un ferri lleno de gente, y aquello no se le parecía en nada. Embriagada por la información sensorial, me aseguré que aquella era la mejor experiencia de mi vida.
Al cabo de media hora el barco comenzó a disminuir la velocidad. Estábamos en medio de la nada, no se veía ni un pedazo de tierra, solo el horizonte infinito. Enseguida llegó Isa, su caftán había desaparecido y solo llevaba un biquini de color blanco roto que resaltaba su piel bronceada. Mi corazón se aceleró, víctima de la anticipación. Moría por besarla. Se sentó a mi lado en uno de los sofás que había en cubierta, aquel desde donde se veía popa.
—¿Te acuerdas de cuando me llevé estas sandalias? —Se señaló los pies.
Asentí despacio, sonriendo.
—Ese día tú supiste que me gustaban las mujeres y yo supe que te gustaban a ti. Y solo fue por mencionar una serie… cosas nuestras. —rio—. El caso es que desde entonces siento que algo flota entre tú y yo, una tensión sexual no resuelta que estaría muy dispuesta a resolver si tú… Adela, ¿tú también la sientes?
Un montón de imágenes transcurrieron con rapidez en mi cerebro. Habría jurado que se trataban de recuerdos si no fuera porque nada de eso había ocurrido todavía: mi lengua lamiendo el camino entre sus pechos, su humedad en mis dedos, mi clítoris adolorido por el deseo.
Mi respuesta llegó en forma de acercamiento. Dejé la copa en el suelo con una tranquilidad que no sentía en mi interior y, al volver a mi posición, mi boca remató el trabajo. Isa estaba lo suficientemente cerca como para acercarla por el cuello con mi mano y profundizar el beso más prometedor de los que había compartido en mucho tiempo.
El ardor entre mis piernas ahora se entremezclaba con los nervios y las ganas de sentirla. En algún punto fueron tan insoportables que me senté a horcajadas sobre ella, mordisqueando su mentón, su cuello, su hombro.
—Adela —susurró, y me aparté lo justo como para ver su rostro. —Quiero que probemos un juguete que he comprado para ti. ¿Me dejarás ponértelo?
Le dije que sí con torpeza mientras observaba cómo se estiraba sobre el sofá y alcanzaba una caja negra con letras doradas en la que no me había fijado hasta entonces.
Ya puedes leer la segunda parte aquí: Veinte metros de eslora (II) – Relato lésbico