«Son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla».
Don Quijote de la Mancha.
Miguel de Cervantes.
Sigue leyendo…
Molinos: Un relato sobre el amor (y el miedo)
Enloqueces fantaseando con acoger su cara entre las manos. Rozar con los labios su frente, su nariz, sus mejillas. Besarla con suavidad, descubriendo su tacto, su olor, su sabor. Jugar con su lengua, lamerla, chuparla. Morder, mientras la desnudas, el cuello, los hombros, los brazos, los senos, el ombligo, los muslos, los pies. Fundir vuestras pieles, vuestra carne, vuestros huesos, vuestras almas. Hacerle el amor, hacerte el amor, haceros el amor con todo el deseo, con toda la pasión, con toda la ternura que pueda soportar, que puedas soportar. Caer extenuados. Abrazarla. Acurrucarla contra tu pecho. Rendirte a la calma. Escuchar su respiración queda. Apartar su cabello desmadejado. Verla dormir como un ángel. Acariciar su espalda, su cadera, sus glúteos. Dejarte arrastrar por el deseo. Guiar tu miembro. Penetrar su sexo. Quedarte inmóvil creciendo en su interior, hasta que el placer la traiga desde las profundidades de sus sueños, y alce la cadera apresando la tuya con sus muslos, y te bese, te muerda, te arañe, gimiendo tu nombre mientras gimes el suyo sin importarte que esa sea la última palabra que brote de tu garganta.
Enloqueces fantaseando con despertarla, al amanecer, con café y tostadas. Perderte en sus ojos somnolientos. Lamer la gota rebelde de mermelada. Resistir la tentación de tomarla de nuevo y arrastrarla a la ducha, entre risas cómplices. Permitir que el agua tibia la bautice, te bautice, os bautice. Enjabonar cada poro demorándote en los pliegues humedecidos por el deseo. Hundir tu boca en sus pétalos y libar, alimentándote de su savia. Saciarte, apenas, solo apenas. Beber cada gota que perla su carne. Abrazarla. Envolverla en una toalla y llevarla en volandas a la habitación. Ponerle aquel conjunto de encaje que se compró para ti, el vestido azul de algodón que marca sus curvas, las sandalias que, en realidad, desnudan sus dedos y salir a la calle cogidos de la mano para pasear bajo el sol implacable o la lluvia o la nieve, redescubriendo la ciudad con sus ojos, con los tuyos, con los vuestros.
Enloqueces fantaseando con regalarle flores, libros, un pañuelo de seda. Que te ordene «Átame». Dedicarle una canción. Bailar intentando no pisarle los pies. Cocinar su plato favorito y que se queme y pite la alarma de incendios y no podáis evitar una carcajada. Ver, no ver, una película con su mejilla apoyada en tu hombro. Escuchar, arrebujados en una manta, el repiqueteo de la lluvia tras los cristales. Grabar en el contestador vuestras voces. Poner en el buzón vuestros nombres. Anotar vuestras firmas en el libro de familia. Adoptar un perro. Plantar un árbol. Escribirle un poema. Criar a un hijo. Vivir juntos la risa, el llanto, el grito, el mimo, el mal humor, los apodos cariñosos, los tacos, las discusiones, las reconciliaciones, los silencios, las palabras, el paso del tiempo labrando arrugas, estrías, varices. Llegar a viejitos con las almas entrelazadas. Sí, llegar a viejitos con las manos entrelazadas. Pero callas, finges, huyes, porque tienes heridas, cicatrices, fantasmas, defectos, vicios, pecados, gigantes… Y la quieres, la quieres demasiado para arriesgarte a una negativa a pesar de que te retuerces febril por las noches, y tus días se suceden, y la muerte acecha en cada esquina. ¿No lo entiendes? No, no lo entiendes.
NI ella, que enloquece fantaseando con acoger tu cara entre las manos. Rozar con los labios tu frente, tu nariz, tu mentón. Besarte con suavidad, descubriendo tu tacto, tu olor, tu sabor. Jugar con tu lengua, lamerla, chuparla. Morder, mientras te desnuda, tu cuello, tus hombros, tus brazos, tu pecho, tu ombligo, tus muslos, tus pies. Fundir vuestras pieles, vuestra carne, vuestros huesos, vuestras almas. Hacerte el amor, hacerse el amor, haceros el amor con todo el deseo, con toda la pasión, con toda la ternura que puedas soportar, que pueda soportar. Caer extenuados. Abrazarte. Acurrucarte contra sus pechos cálidos. Rendirse a la calma. Escuchar tu respiración queda. Apartar tu cabello desmadejado. Verte dormir como un ángel. Acariciar tu espalda, tu cadera, tus glúteos. Dejarse arrastrar por el deseo. Guiar tu miembro. Penetrar su sexo. Quedarse inmóvil mientras creces en su interior, hasta que el placer te traiga desde las profundidades de tus sueños, y agarres su cadera mientras te cabalga y la besas, la muerdes, la arañas, gimiendo su nombre mientras gime el tuyo sin importarle que esa sea la última palabra que brote de su garganta.
Enloquece fantaseando con despertarte, al amanecer, con café y tostadas. Perderse en tus ojos somnolientos. Lamer la gota rebelde de mermelada. Resistir la tentación de tomarte de nuevo y arrastrarte a la ducha, entre risas cómplices. Permitir que el agua tibia te bautice, la bautice, os bautice. Enjabonar cada poro demorándose en los pliegues humedecidos por el deseo. Hundir en su boca tu rama y libar, alimentándose de su savia. Saciarse, apenas, solo apenas. Beber cada gota que perla tu carne. Abrazarte. Envolverte en una toalla y guiarte a la habitación. Ponerte los bóxer que compraste para ella, la camiseta azul de algodón que marca tu barriga incipiente, los vaqueros, las deportivas y salir a la calle cogidos de la mano para pasear bajo el sol implacable o la lluvia o la nieve, redescubriendo la ciudad con tus ojos, con los suyos, con los vuestros.
Enloquece fantaseando con regalarte películas, libros, una corbata. Ordenarte «Átame». Dedicarte una canción. Bailar sin importarle los pisotones. Cocinar tu plato favorito y que se queme y pite la alarma de incendios y no podáis evitar una carcajada. Ver, no ver, una película con tu mejilla apoyada en su hombro. Escuchar, arrebujados en una manta, el repiqueteo de la lluvia tras los cristales. Grabar en el contestador vuestras voces. Poner en el buzón vuestros nombres. Anotar vuestras firmas en el libro de familia. Adoptar un perro. Plantar un árbol. Escribirte un poema. Criar a un hijo. Vivir juntos la risa, el llanto, el grito, el mimo, el mal humor, los apodos cariñosos, los tacos, las discusiones, las reconciliaciones, los silencios, las palabras, el paso del tiempo labrando arrugas, estrías, varices. Llegar a viejitos con las almas entrelazadas. Sí, llegar a viejitos con las manos entrelazadas. Pero calla, finge, huye, porque tiene heridas, cicatrices, fantasmas, defectos, vicios, pecados, gigantes… Y te quiere, te quiere demasiado para arriesgarse a una negativa a pesar de que se retuerce febril por las noches, y sus días se suceden, y la muerte acecha en cada esquina.
No, no son gigantes, son molinos. En el fondo lo sabéis, pero el miedo os ha vencido. Pobres locos.