Raro. Estar en la galería en aquellas circunstancias solo podía definirse con esa palabra. Únicamente estaban encendidas unas pocas luces de la sección de zapatería, el hilo musical se había transformado en un silencio ensordecedor y no había nadie más que nosotras dos. Yo llevaba mi uniforme de dependienta a pesar de que eran las diez de la noche y mi turno había acabado hacía tiempo, pero aquello eran horas extra.
—Estos —dijo la chica, y dio una vuelta sobre sí misma.
Tamara era la hija de unos íntimos amigos del dueño de la galería. El señor Duarte me había pedido el favor de que me ocupara personalmente de atender a aquella mujer en la intimidad que garantizaba el cierre, que la ayudara a elegir lo que quisiera y no se lo cobrara. Invitaba la casa. A pesar de que tenía planes con mi compañera de piso para ver una película lésbica recién estrenada, acepté. Solo cuando el señor Duarte me hubo tendido su móvil para que viera una foto de su ahijada.
—¿Tenemos ganadores, entonces?
—Tenemos ganadores. —La forma en que Tamara se recogió un mechón tras la oreja me fascinó.
Había algo en ella, no sabría decir qué, que me había atraído desde el principio, desde esa instantánea. Tal vez fuera su introversión o la forma distraída en que miraba a cámara, quizá su cuerpo estilizado o su cabello del color del azabache que caía ondulado hasta la mitad de su espalda. En aquella ocasión llevaba un vestido verde entallado de seda hasta la cintura, que luego se ensanchaba como si tuviera vuelo.
—Estos zapatos son únicos, ¿sabe? Dior los diseñó para reinventar el clásico slingback, son preciosos. —La imaginé brevemente llegando al altar con el vestido boho que me había descrito. Mi piel se erizó ante aquella imagen y sentí una punzada de desilusión. Qué pena que fuera a casarse—. Va a ser una novia de pasarela.
Aquellos eran uno de mis favoritos. Desde que llegaron a la galería me había ocupado de que estuvieran en un lugar visible y lo cierto es que atraían a un gran número de clientas. Aunque de entrada podían parecerse a un zapato de salón como cualquier otro, llevaban una cinta de grosgrain que rezaba «J’Adior» en cristales de strass, incluso una estrella en la suela que para Christian Dior era el símbolo de la suerte. El modelo concreto que había elegido la joven tenía un tacón de diez centímetros y color blanco, con tejido plumeti. Una opción que entremezclaba con destreza la tradición y la modernidad.
—¿Qué te he dicho de tutearme?
—Perdona, es la costumbre —Sonreí y me volví hacia ella. La miré de arriba abajo y me mordí el labio mientras mis ojos recorrían su vestido. Se la veía nerviosa—. ¿Lo tienes todo listo para la boda?
—Más o menos. La wedding planner dice que no debo preocuparme por nada, pero hay algunas cosas que revolotean por mi mente. —Tomó asiento en el sofá y se quitó los zapatos. Sus pies eran delicados y sus uñas estaban pintadas de esmalte rojo.
—Es normal sentirse así cuando te vas a casar, ¿no crees?
—Pensaba que habría vivido ciertas experiencias antes de casarme.
La miré y me encontré con sus ojos del color del bosque. Parecían dudar, como si no estuviera del todo segura de lo que acababa de decir. Una parte de mí quiso ahondar en aquella idea, pero en cuanto vi mi reflejo en el espejo de enfrente y reparé en el uniforme, recordé que solo era la dependienta. El señor Duarte me había pedido que fuera cercana con ella, aunque tal vez no se refería a ese nivel de cercanía.
—Todavía estás a tiempo de vivirlas, ¡te quedan un par de semanas! —Le dejé una caricia de ánimo en el hombro—. Voy a por la caja de los zapatos, vuelvo ahora.
Conseguí la caja de los J’Adior en el almacén enseguida. La metí en una bolsa con el escudo de la galería y anudé el lazo a las asas de cordones, como solíamos hacer con todas las compras. No me llevó más de cinco, minutos, sin embargo, cuando regresé a la sección de calzado de señora parecía que hubieran pasado horas desde que me había ausentado. Me detuve a unos metros del sofá que llenaba la estancia al ver a Tamara tumbada de aquel modo, todavía descalza y con las piernas ligeramente separadas. Las luces estaban apagadas, salvo por un par de focos que iluminaban las estanterías con nuestros modelos más exclusivos. Recordé que, al llegar, me había contado que de pequeña jugaba al escondite en la galería, de modo que era probable que hubiera sido ella quien se había encargado de las luces.
—Espero que no te importe —Su voz sonaba un punto más ronca esta vez. Desabrochó un botón de su vestido con sus ojos fijos en mí—. Siempre he querido probar una cosa…
—¿El qué? —pregunté por inercia, la misma por la que mis pies se acercaron al sofá.
—Cómo es con una mujer —Su rostro estaba impregnado por una curiosa mezcla entre la curiosidad y la vergüenza.
—Tamara…
—He visto cómo me miras. Sé que te gusto y me encanta lo atractiva que me has hecho sentir desde que he llegado —Tras oír cómo me decía aquello me estremecí.
—¿Estás segura de que eso es lo que quieres?
—Lo estoy deseando —Asintió. Sus dientes habían atrapado el labio inferior y no parecían tener intención de liberarlo—. ¿Y tú?
—Sí, quiero.
Me puse a su lado en el sofá y coloqué la mano en su tobillo. Lo acaricié en sentido ascendente mientras la miraba a los ojos. Sí, tenían el color del bosque, pero más concretamente el de los helechos que había cerca del río de mi pueblo. Tamara me atraía tanto como la naturaleza. La tensión —segundos en los cuales solo nos observábamos la una a la otra— duró poco; nuestros labios se encontraron a medio camino. Los suyos se rozaban torpes sobre los míos, pero en cuanto mi lengua trató de abrirse paso en su boca el beso adquirió otro tono mucho más salvaje y experto.
Agradecí internamente que el vigilante nocturno de la galería no tuviera permitido moverse de la puerta de acceso en todo su turno; Tamara y yo estábamos solas. Nos besamos con deseo y desesperación, con emoción ante la novedad y la certeza de que ambas estábamos pasando un buen momento.
Ya puedes leer la segunda parte aquí: Sí, quiero (II) – Relato lésbico