Relatos lésbicos

Taormina: Stendhal – Relato lésbico

Adéntrate en otra elegante historia sensual de Thais Duthie, localizada en Taormina, en la costa este de Sicilia.

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Relatos lésbicos

Taormina: Stendhal

Estaba tan enfrascada en la lectura que el golpe de la puerta me hizo dar un respingo. Sonreí. No me molesté en esconder la expresión de mi rostro mientras me levantaba de la tumbona que había sacado a la terraza, y fui a abrir. Miscia ladeaba la cabeza en el umbral de la puerta, sujetaba una botella de vino rosado. Mentiría si dijera que hacía mucho que no la veía, aunque sí sentía que había sido demasiado. Pero allí estaba, con aquella melena rubia y rizada que me recordaba a las surferas de la playa de Zarauz y sus ojos azules, profundos como el mar abierto.

–Me hiciste caso al reservar el hotel.

–Y al elegir lectura en un mercadillo de libros usados –Le mostré mi ejemplar de Conversación en Sicilia de Vittorini–. Tenías razón, las vistas de la costa son increíbles, no sé por qué no me habías invitado a visitarte antes.

Miscia rio suave antes de envolverme en uno de esos abrazos que me transportaban a más de dos mil kilómetros al este. Parecía que aquí la sensación era diferente: un hormigueo en mi bajo vientre comenzaba a despertar las ganas de enredar las manos en su pelo, sentir su piel contra la mía, oír gemidos entremezclados con gruñidos.

–¿Cómo fue la tasación en Catania? –dijo entrando en la habitación, y dejó que la puerta se cerrara sola.

–Era un fresco de una madonna, aburrida. Pero voy a dejarlo, montaré una galería de arte con lo que me queda de la herencia de mi tía abuela.

Miscia abrió mucho los ojos y liberó una carcajada.

–Parece que vienes con las ideas muy claras.

Y lo que parecía, sin embargo, era que el tiempo no había pasado en los últimos tres años. Era como una conversación cualquiera antes de que empezara la clase de Patrimonio en el aula de la Complutense.

–Creo que ha sido Taormina –confesé, acercándome un poco a ella.

–¿Taormina?

–Italia es maravillosa, no me canso de decirlo, ya lo sabes. Pero estamos tan acostumbrados a las grandes ciudades que nos perdemos lugares como estos –Dirigí la mirada a la ventana–. ¿Quién conoce Taormina? ¿Cómo pueden vivir sin haber visto el Teatro Griego que tenéis aquí? ¿Cómo he vivido yo todo este tiempo sin saber que existía un castillo sobre un acantilado desde el que se puede ver el monte Etna?

–Creo que nos encontramos ante un caso muy grave de Stendhal paisajístico.

–Que te den.

Dio un paso hacia mí mientras arqueaba una de sus cejas. Tenía la habilidad de hacer que me olvidara de todo con un solo gesto, y no era la única. Sus manos también me habían traído de cabeza en tantas ocasiones; precisas y expertas. Pintaban unos retratos espectaculares, mucho más luminosos que los cuadros de Artemisia Gentileschi, la artista que le había dado nombre. Todavía me preguntaba por qué sus padres habían preferido la extravagancia en un momento donde la simplicidad solía ser la mejor opción. Aun así, le quedaba bien, igual que el sobrenombre que ella misma se había buscado.

–Creía que éramos amigas –bromeó.

–Vamos, Miscia, tú y yo nunca hemos sido amigas.

Las paredes de la habitación giraban a mi alrededor mientras me paraba a escasos centímetros de ella.

–¿Y qué hemos sido?

Recordé la última vez en la que observé sus manos en acción. Estaban manchadas de decenas de colores y acariciaban un lienzo que descansaba en un caballete. Yo estaba en el centro de su campo de visión, desnuda, entre las sábanas de la habitación de su residencia.

–Esto –susurré y tomé la botella de vino que seguía sujetando y la dejé en la mesilla. Acto seguido, acaricié esas manos grandes y ásperas por el óleo, mis labios fueron directos a los suyos sin necesidad de instrucciones.

Esperé el impacto, que llegaría en cuestión de segundos, y es que cuando Miscia reaccionó, tomó mi cuerpo e hizo que cayéramos sobre el colchón tras dar una vuelta torpe, ella debajo. Siempre quería sentir que tenía el control, aunque luego acabara perdiéndolo. Todavía se creía con él mientras me bajaba la cremallera del vestido de flores que había comprado aquella misma mañana cerca de la Piazza IX Aprile, incluso al quitármelo de cualquier manera. Su camisa desapareció igual de rápido, como los shorts azul marino que contrastaban con sus piernas largas y bronceadas.

Nunca se lo había dicho, pero era divertido ver cómo se rendía poco a poco ante el roce de mis dedos en su sexo. Acaricié su humedad y la esparcí por la zona. La estimulé brevemente antes de colocarme en su entrada, como me suplicaba al oído. Su pelo se había convertido en una maraña sin control, sus rizos me hacían cosquillas en un pecho, mientras Miscia lamía el otro.

Me obligó a recrearme un poco menos cuando sentí su índice abriéndose paso en mi interior. La copié, despacio, y cerré los ojos imaginando cómo ese dedo suyo había dado forma, unas horas antes, a un busto de arcilla. Había mirado la fotografía que me había enviado al terminarlo y deseé que esas grietas en el material todavía blando se reprodujeran en mi cuerpo. Lo hizo a medias, su yema se arrastraba dentro de mí con cada embestida. Buscaba el punto exacto, como si tratara de encontrar la proporción áurea.

Cuando quise darme cuenta, estaba sentada sobre ella, nuestras extremidades enredadas como el baldaquino de Bernini. Gemía y gruñía de la misma forma que recordaba, y yo solo susurraba su nombre de pila bajito, a veces me venían a la cabeza imágenes de Judith decapitando a Holofernes. Pese a ello, en lugar de sacarme de aquel estado de excitación desbordante, me animaban a pelear con esa brusquedad y esa fuerza. Aumenté el ritmo, dupliqué los besos, añadí unos cuantos mordiscos y nos rendimos, al igual que lo haría cualquier pigmento al mezclarse con el negro.

En algún momento mi placer se fundió y se derramó por toda mi anatomía. Mis «Miscia, Miscia» eran cada vez más desesperados, como los movimientos de mis dedos dentro de la artista. Ojalá yo empuñara el pincel como ella lo hacía, pero me conformaba con observarla pintar y con arrancarle el orgasmo a gritos. El Éxtasis de Santa Teresa se quedó corto a su lado y juro que, si hubiera podido, habría esculpido en mármol de Carrara sus facciones en el preciso instante en el que todo se apoderó de ella.

Respiré, por fin, después de haber contenido aire varios segundos. El pecho de Miscia bajaba y subía sin un ápice de delicadeza, por eso yo compensaba con pequeños besos en su mandíbula angulosa. Deslicé el índice por la curva de su espalda y sentí su vello erizarse a mi paso.

–También tenías razón con lo del Stendhal –murmuré entre los mechones rubios despeinados–. Debería montar la galería aquí, en Taormina, en un edificio que diera al Teatro. Sentiría la brisa del mar cada vez que abriera las ventanas…

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