Jeju, la famosa isla turística de Corea del Sur, es el nuevo destino sensual de Thais Duthie.
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Jeju: Gira el globo
«Gira el globo», me dijo. «Allí donde elija el destino nos veremos en un mes. Solo volveremos a girar si el país está en guerra. ¿Trato hecho?».
Trato hecho. Unos segundos después la yema de mi dedo se había posado en medio del mar. Le pregunté si también deberíamos volver a hacer girar el globo terráqueo si pretendía que nos encontráramos en medio de la nada.
«Espera», susurró levantando mi dedo despacio. Aquellos segundos se hicieron eternos hasta que, bajo mi índice, descubrimos una isla: Jeju, en Corea del Sur.
El destino podría haber sido menos travieso si teníamos en cuenta que éramos dos mujeres solas, pero ahora sé que no podía haber tenido más encanto como la isla que nos acogió durante una semana.
En nuestro país, habíamos dejado pareja, trabajo y proyectos a cambio de una promesa: siete días para hacer lo que llevábamos años deseando. No volvería a ocurrir ni hablaríamos sobre ello jamás. Pero mientras durara el viaje no le dedicaríamos un solo pensamiento a lo que se había quedado allí.
Una de nuestras primeras paradas fue Loveland. Se trataba de un parque turístico abierto en 2004 y dedicado exclusivamente al sexo. Los horarios nos obligaron a posponer nuestro tan esperado encuentro en la intimidad. Mientras paseábamos entre las más de cien esculturas que recreaban posturas sexuales, la tensión se podía palpar en el ambiente húmedo del recinto. Cuando nos acercamos a la colección del Ciclo de la masturbación, la situación se volvió insostenible. Aquel entorno desbordaba erotismo y magnificaba las sensaciones que tenían lugar bajo la ropa. Nos fotografiamos bajo la escultura plateada de una mujer que flotaba mientras sus manos se perdían en su cuerpo, ambas cautivadas porque un material tan duro hubiera podido blandirse para capturar los movimientos del placer. Sentía sus ojos desnudarme cada vez que me daba la vuelta, incluso en algunas ocasiones aprovechaba para tocar mi muslo sin que nadie se diera cuenta.
Nos pareció divertido alargar la espera, perpetuar la excitación y la intriga hacia lo que iba a ocurrir de un momento a otro. Coincidimos en que habíamos esperado siete años, podríamos hacerlo unas horas más. Por la noche, quisimos celebrar nuestra reunión en un pub. Fue difícil dar con uno, indicado solo por una luz de neón y una escalera que no invitaba a entrar. Solo lo hicimos porque ella tiró de mi mano hacia la puerta. Una amiga me había advertido de que el exterior no le hacía justicia al interior, y tenía razón. Dentro del local convivían en curiosa armonía un piano de cola, sillones de felpa, cuadros de grandes estrellas del cine y camareros trajeados.
Tomamos asiento en la barra y pronto apareció una chica que se dirigió a nosotras en inglés. La relaciones públicas, seguro. Ambas recorrimos su cuerpo con todo el disimulo que pudimos: vestido ceñido, tacones y una sonrisa deslumbrante.
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
Nos miramos y reímos mientras le pedíamos la carta de bebidas. Elegimos dos cócteles casi al azar.
—Si hay algo más que pueda hacer por ustedes, no duden en pedírmelo —nos dijo la relaciones públicas antes de marcharse.
Llegaron nuestras consumiciones y, al fin, sentí que podíamos centrarnos en nosotras. Nada de parques, volcanes ni perdernos por la isla. La observé con aquellos pantalones pitillo negros y la camisa de cuadros, que contrastaba con el estilo elegante de mi falda. El morbo llevaba allí mucho más que lo que habíamos pasado en el pub y, pese a ello, la impaciencia se me agotaba. Estaba desesperada por saber cómo se sentirían sus dedos en mi piel, mi lengua contra la suya, el primer orgasmo. Lo primero pude averiguarlo pronto cuando movimos nuestros taburetes para estar más cerca. Me tomó por el cuello para besarme sin preámbulos y con muchas ganas. Por poco gemí en su boca. La temperatura del beso subió rápido, tanto que al cabo de unos minutos ambas necesitábamos aire e intimidad a partes iguales.
—Tengo un lugar para ustedes —La voz de la chica nos arrojó a la realidad.
Tal vez en otra situación hubiéramos rechazado su oferta, pero el mero hecho de imaginar la espera hasta el hotel resultaba doloroso. Me tomó la mano y seguimos a la joven por uno de los pasillos del local. Abrió la puerta para mostrarnos una estancia pequeña con tan solo un sillón orejero de terciopelo verde. Las paredes eran grises y había luces de color rojo. La chica todavía sonreía de aquel modo encantador cuando entrecerró la puerta y nos dejó solas.
Nos desnudamos con prisa, nos arrastramos hasta el sillón y me coloqué a horcajadas sobre ella, mientras nuestros labios besaban y mordían cualquier pedazo de piel que encontraban a su paso. La espera había tenido una clara consecuencia: ya no podíamos alargarla más. Por eso, cuando mis dedos se hundieron entre sus piernas ligeramente separadas, ambas exhalamos como si hubiéramos estado reteniendo el aire durante demasiado tiempo. En realidad, así había sido. Entré en su interior con cierta brusquedad, ella comenzaba a tantear mi entrada. Ambas estábamos mojadas y todo lo que tocábamos resbalaba de forma agradable, como ese pulgar con el que frotó mi clítoris despacio. Habíamos tenido que coger varios aviones para estar así, juntas, y en aquel país no había lugar para las dudas ni los remordimientos.
—Nos está mirando —me susurró al oído en algún punto cercano al clímax—. La relaciones públicas está en la puerta.
—Pues que mire —Mordí su cuello con la misma fuerza con la que curvaba mis dedos en su interior.
—Se está tocando —medio gimió.
—Vamos a darle motivos para que siga haciéndolo, entonces.
Era incapaz de ver a la chica, pero los ojos de mi acompañante no dejaban de observarla. Como un espejo, reproducía el deseo y la excitación y me fui guiando por su rostro. Quería que llegáramos juntas, por eso moví las caderas y creé una secuencia enloquecedora. Acompasé sus movimientos y los míos y, solo cuando quedaba muy poco, insistí con los dedos. Hondo y rápido. Primero yo, sin cerrar los ojos, y luego ella. Pensé que mi cuerpo debía de parecerse a la escultura que habíamos visto hacía unas horas y, con aquella imagen, el orgasmo me recorrió por segunda vez. Fue intenso y abrasador, distinto de cualquier otro que había podido experimentar.
Descansé sobre su hombro y, en nuestro idioma, la oí decirme:
—Podríamos invitar a la relaciones públicas a visitar la cascada con nosotras mañana.