El deseo no tiene objeto, nunca se cierra, es eterno. Quizá, el sentido último del deseo sea el de fingir nuestra inmortalidad, es decir, jugar a que somos objetos, a veces, ser sujetos a dominar, a veces, ser sujetos dominados. No somos ni una cosa ni la otra, pero no dejamos de disfrutarlos por ser disfrutados y gozar por ser gozados. En otro maravilloso relato, Valérie Tasso nos habla del deseo… De vivir. De jugar. De follar. De follar duro.
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Volvieron a volar los murciélagos
Hiciste de mí una especie de discípula de tacón alto. Tu criatura, tu imagen, me hiciste sensible a cualquier práctica que te gustaba, me convertiste en una fiel seguidora de tu hedonismo. De tu rigor en los juegos y de tus exigencias. Supiste desde el primer momento que te admiraba y respetaste mis maneras de ver las cosas y mis diferencias. Al principio. Pero luego empezaste a salirte con la tuya. Muchas veces me exasperaba tu ira repentina, tu ironía, tu propensión al exceso en el sexo. Nunca dejaste de seducir a cuantas mujeres se acercaban a ti, cuando salíamos juntos. Algo que te gustaba hacer y que no me molestaba demasiado. Sabía que no llegaría jamás a domesticarte.
Siempre me han gustado tus palabras pronunciadas a las mismas horas, cada día, tus preguntas recurrentes mientras follábamos tipo «sé que te gusta, ¿verdad? Dime que te gusta», unas palabras vaciadas en el fondo de su sentido porque, mientras me penetrabas, todo lo rellenabas tú. Tu jerga propia para insultarme y erizarme la piel. Yo adoraba este ritual y su repetición. Necesitaba eso. Hasta que te volviste violento con tu comunicación. Nada grave. Algo sutil, casi imperceptible.
Aquella mañana, percibí una especie de resistencia inusual, un espesor poco habitual en el aire, algo que ahogaba, una amenaza implícita, una desaceleración general sin ningún tipo de dulzura en nuestra cotidianidad. Al contrario, me parecía ahora que a la superficie de cualquier cosa, cualquier gesto tuyo, cualquier palabra que pronunciaras, afloraba una violencia sorda que ya había hecho temblar las paredes de nuestro cuarto, cuando me follabas duro, cuando te lo pedía a gritos, unos años atrás. Pero ahora, se extendía a toda la casa. Un «algo» que ya no se podría contener. Te convertiste en un grifo goteando.
Me seguía pintando los labios del rojo tan típico que te gustaba. Pero dejaste de mirarme. Aquel regalo que me hiciste en su momento había constituido un lugar de renacimiento para mí. Un simple detalle, sí, un estuche lacado. Significaba mucho para mí. Aquel pintalabios fue una forma de entusiasmo por la vida, de convicción inquebrantable. Tú, tus folladas duras, tus moldes de mí misma con estas posturas imposibles en la cama. Por eso me dejaba hacer. Susurrabas «Te va a gustar así. Déjame enseñarte. Te va a encantar y luego, me pedirás más. Me suplicarás para que te dé más». Este sentimiento de utilidad, de aportarte algo, de formar parte integrante de un todo; tú y yo. Probablemente me salvaste. En su momento. Pero aquella noche, cogiste mi pintalabios y me coloreaste los pezones. Me pusiste delante del espejo y me dijiste que era tu muñequita y que debería pintarme los pezones cada día. Para ti. Y dejarme de tonterías con esta boca que te recordaba a una chupapollas. Seguramente es lo que debían pensar los vecinos. Si quería parecer una putita, que fuera solo para ti.
Y luego, te pusiste a pronunciar otras palabras para mitigar tu autoritarismo. Un día me dijiste: «el problema no es que no te quiera lo suficiente. Es que te quiero demasiado». Sabías perfectamente que, en estas palabras, veías una parte de mi sueño, mi aptitud para ilusionarme, porque me creía amada. Lo creía, de verdad.
Una noche, salí al jardín. Abrí la puerta corredera sin hacer ruido. Dormías en el salón. Salí con los pezones ensangrentados en carmín –siguiendo tus instrucciones– para respirar y oler el horizonte. Por primera vez en mucho tiempo, vi unos murciélagos planear. Pequeños, sí. Pero ahí estaban. Volaban bajo, insolentes, retomando la libertad del aire que les negamos. Igual que tú, conmigo. Hacía años que no los veía. Hacía años que no ME sentía.
Me senté en el butacón del jardín, encendí un cigarro y, de repente, noté algo que me rozaba. Habías aparecido por detrás, sigiloso, como hacen los murciélagos al volar. Me apretaste los pezones y empezaste a teñir sobre mi cuerpo entero el carmín rojo. Bajaste tu mano hasta mi coño y lo volviste a hacer menstruar. Te dije no, un no suave. Pero parecía resonar en todo el vecindario. Giraste el butacón para mirarme fijamente a los ojos. Suplicante. Cogiste mis piernas y las pusiste en los brazos del butacón para abrirme mejor. Te volví a decir no. Es curioso, apenas había luna aquella noche, pero veía perfectamente tus ojos encendidos. Y este intento tuyo de convencerme a pesar de mi rechazo. Para no ver más tu mirada, alcé mi cabeza al cielo. Una nube de murciélagos sobrevolaba encima de nosotros. Bajo, muy bajo.
Y todo pasó muy rápido. Aquella noche, hablé con ellos.
De niña, me contaron aquella leyenda sioux. Una leyenda curiosa; que los murciélagos son capaces de comerse las pesadillas y limpiar el alma. Para ello, centenares se tienen que posar sobre el cuerpo y velar el sueño. A la mañana siguiente, después de un plácido descanso, todos tus temores más horribles se desvanecen. Se dice también que algunos murciélagos se aparean con hembras en estado de hibernación y que apenas reaccionan ante la cópula.
Hiberné una sola noche, delante de ti. No sé qué pasó. Solo sé que nunca más me pediste pintarme los pezones de rojo. Nunca más insististe cuando te decía que no. Nunca más planeó en el aire este ambiente amenazador que tantas veces podía atrapar con las manos. Nunca más volvió a gotear el grifo.
***
Y volvieron a volar los murciélagos.
Como yo.
Como tú.
Como nuestras ganas de vivir.
Follando.
Duro.