Relatos lésbicos

Oporto: Exlibris – Relato lésbico

Si solo tuviéramos orgasmos cuando leemos, la mayoría de este planeta sería ilustrada… Pero esto solo es una idea que surge tras haber leído esta bonita y graciosa historia erótica de Thais Duthie.

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Relatos lésbicos

Oporto: Exlibris

Cuarenta y ocho horas en Oporto y ya me arrepentía de aquel papel que confirmaba mi traslado de expediente. Todo mal. La idea de vivir sola durante los dos años de carrera que me quedaban había pesado más que la lista de contras que guardaba en la app de notas de mi móvil. ¿Y qué? No había vuelta atrás. Lo único que podía hacer antes de que diera comienzo el curso en la Universidade do Porto era conocer la ciudad.

No me había impresionado el puente Don Luis I ni la Torre de los Clérigos. Solo había logrado sorprenderme la empinada cuesta que llevaba del río a la calle Santa Catarina. Así que, sin pensarlo demasiado, decidí pasarme por la histórica Librería Lello con la esperanza de visitar un lugar tranquilo donde reencontrarme conmigo misma. En cualquier caso, resultó ser la librería más ruidosa que había visitado en mis veinte años de vida pese a la belleza de la arquitectura que la caracterizaba. La tienda parecía haberse detenido en el tiempo y tal vez fuera aquello lo que me obligó a quedarme un rato más. Paseé entre las estanterías de la planta superior en busca de algún título que me acompañara los próximos días cuando la vi, sacándose un selfie en mitad de las escaleras.

Al principio aparté la vista rápido, pero luego algo me hizo volver a mirarla. Su pelo castaño ondulado estaba cuidadosamente peinado, incluso su ropa parecía elegida con precisión. El vestido blanco de punto se adaptaba a su silueta hasta detenerse un poco más abajo de las rodillas, la suela color caramelo de las deportivas combinaba con su chaqueta de solapas.

—¿Quieres que te saque la foto? —le dije asomada a la barandilla.

—Por favor —Y dibujó una sonrisa a caballo entre la inocencia y el misterio.

Bajé las escaleras hasta llegar a ella y no pude más que contener el aliento durante unos segundos. Desde aquella perspectiva, daba la sensación de que la luz la trataba de forma diferente. Fuera quien fuese aquella mujer había algo magnético que me impedía parar de observarla.

—¿Te dejo mi móvil para la foto? —preguntó, arrastrándome lejos de cualquier pensamiento. En su rostro, pude ver cómo era consciente de la forma en que la miraba, hasta diría que disfrutaba de la sensación.

—Claro.

Me llevó unos pocos segundos sacar las instantáneas. Luego, le tendí el smartphone tratando de alargar el momento, de robarle un poco más de tiempo. Sonrió levemente, tomó el teléfono y revisó las fotos.

—Muchas gracias —murmuró—. A mis seguidores les encantarán.

Mi cerebro procesaba muy despacio. Observé su rostro una vez más, como si así fuera a averiguar de qué famosa influencer se trataba, pero mi cultura en redes sociales era más bien escasa. Me limité a devolverle la sonrisa en silencio.

—¿Tú necesitas ayuda con algo?

Vacilé, y durante aquel tiempo se me ocurrieron cientos de escenas y en ninguna de ellas estábamos vestidas. Casi podía sentir el tacto de su cuerpo sin haberla tocado, el olor que desprendía su pelo o la forma en que su espalda se arqueaba por el placer.

—Acabo de llegar a Oporto y estoy muy perdida —confesé—. Perdida de verdad.

Reí internamente por el doble sentido, divertida con la situación. La chica guardó su móvil en el bolsillo de la chaqueta y me miró a los ojos.

—¿Qué necesitas para encontrarte?

—Lectura. ¿Un poco de entretenimiento, tal vez?

No me lo estaba imaginando: se mordió el labio y luego se lo lamió. Quizá toda la situación se me iba de las manos y comenzaba a interpretar en exceso. Pero cuando tomó mi brazo y tiró de él para llevarme escaleras arriba, mis dudas se disiparon. Desde atrás me fijé en cómo se contoneaba mientras subía, aunque la panorámica terminó rápido cuando llegamos al piso superior. Cogió un libro cualquiera de uno de los estantes y siguió tirando de mí hasta que llegamos a un pasillo sin salida.

Hiperventilaba, en parte por aquellos metros de maratón, pero sobre todo por la excitación.

—¿Dónde estamos? —quise saber.

—En ninguna parte —dijo mientras reía—. Venga, comienza a leer.

Miré la cubierta del ejemplar: Madame Bovary de Gustave Flaubert. Había oído hablar de él, pero nunca lo leí. La edición era preciosa, de tapa dura y con la insignia de la librería Lello en el lomo. Mis ojos viajaron a los de ella, que encontré encendidos y brillantes. Y, con una obediencia sin precedentes, abrí el tomo.

—«Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un novato con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo».

—Bien, sigue. —Su voz me impidió levantar los ojos del texto.

—«El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz…».

Frené en seco cuando sentí unos dedos levantando mi falda de polipiel. Me miraba con deseo, el mismo que brotaba en mi entrepierna sin previsión de controlarse. Comprendí de qué se trataba todo aquello y seguí con la lectura:

—«Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra… en quinto». —Las yemas de la chica encontraron el camino hasta mi tanga y sortearon la tela con una destreza impresionante hasta acariciar mi humedad.

La sentí pegarse a mi cuerpo, noté mi anatomía descontrolada.

—Si dejas de leer, dejaré de tocarte.

Suspiré, todo aquello me había dejado fuera de juego. Solo podía acatar porque quería que retomara las caricias. Allí mismo, en mi intimidad, escondidas en aquel pasillo sin salida. La posibilidad de que alguien nos sorprendiera no era mi prioridad ni siquiera me preocupaba lo más mínimo. Solo necesitaba seguir leyendo.

—«Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad»… joder.

La suavidad con la que se deslizaba por mis pliegues me hacía enloquecer. Perdía la cordura por segundos y todavía lo hice con más frecuencia cuando sentí su aliento cerca de mi boca. ¿Iba a besarme? Me removí cerca de su rostro y enseguida di con aquellos labios gruesos y cálidos. Los rocé con torpeza, luego chasqueé la lengua al detectar cómo sus dedos volvían a detenerse.

—«El novato, que se había quedado en… en… la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía» —Aquella mano inquieta volvió a la carga con menos delicadeza, dispuesta a llevarme al límite.

Poco después, sentí cómo dejaba un beso suave en mis labios y luego los lamía, consciente de cómo aquello me hacía perderme todavía más. Odiaba no poder mirarla mientras me tocaba, mientras me torturaba de aquella manera tan placentera.

Mi vista se extraviaba entre las letras, nublada por el placer. Continué leyendo a trompicones, era la única manera. Alcanzar el orgasmo se volvió mi objetivo principal y solo podía pensar en eso. Lo anhelaba como nunca había anhelado el clímax antes, con esa mezcla de morbo y tensión que por poco dolía en mi centro.

Avanzaba tan despacio con la lectura que ni siquiera estaba cerca del final de la página cuando uno de sus dedos se hundió en mi interior. Aquel gesto improvisado junto a la excitación, que lo envolvía todo, me arrastraron al pico de placer que tanto ansiaba. Me deshice en sus dedos durante unos instantes, más de lo habitual. Ni siquiera me di cuenta de que el libro se había despegado de mis manos y caía al suelo provocando un golpe seco.

Notaba la visión borrosa cuando abrí los ojos. Ella ya estaba lejos de mí, agachada en busca del libro y se puso en pie rápidamente. Hojeó el ejemplar hasta llegar hasta la última página y, cogiendo un rotulador del bolsillo de su chaqueta, anotó algo.

Me coloqué la falda observando la escena, perpleja por el giro de los acontecimientos. Había imaginado Oporto de muchas maneras, pero no de aquella.

La chica me devolvió el libro con esa sonrisa que parecía impresa en su rostro.

—¡Llévate el libro! Te gustará —dijo antes de desaparecer—. Nos vemos pronto.

Abrí el tomo y me dirigí al final. Allí mismo, seguida de una arroba, había dejado su firma.

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