Relatos eróticos

Un romance cualquiera – Relato erótico

Una mujer en una habitación de hotel. Su pareja y otra mujer en la habitación contigua. Un móvil que suena. Ya tienes el contexto y el elemento de tensión de este gran relato de Valérie Tasso. No te lo pierdas.

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Relatos eróticos

Un romance cualquiera

Cada vez que te noto cerca, siento ciertos momentos de dulzura, un paréntesis muy extraño. Un principio de paz. Vuelvo a aprender una forma de ligereza, de andar volando, que solo tú, a mi lado, eres capaz de insuflarme. Eso te dije cuando me comentaste lo que te apetecía hacer.

Me despierto en medio de la noche, me siento en la cama, busco tu imagen en la oscuridad y el silencio, tu voz en las partículas del aire que, lo sabes, soy capaz de detectar. Un don especial. Busco cualquier señal que acorte la distancia que nos separa.

Te oigo gemir al otro lado. No sé si es mi cabeza que reinventa tu voz o si realmente gruñes. Intento no hacer ruido con las sábanas. Me quedo quieta. Afino el oído. Reconstruyo la secuencia. La segunda voz que te responde no es tan aguda como la mía. Es muchísimo más sensual, no hay duda, más expresiva también.

Esta voz mía, a veces un tanto forzada y que roza lo Drama Queen. No, no estaba fabulando. Todo está saliendo como previsto. Hay, sin embargo, y lo pienso solo durante un instante, algo patético en presenciar vuestra carnalidad. Quizá porque es la primera vez. Estoy entre dos estados cuando os escucho. La risa nerviosa y los sollozos. De repente, me detesto, quiero renunciar a mis gestos, mi espalda desnuda, mi voz estridente, quiero hacerme invisible y traspasar la pared que nos separa. Para ver. No queda nada de esos momentos de dulzura, de principio de paz ni de ligereza cuando hablamos tranquilamente sobre aquello. Es un pensamiento furtivo.

Es mi móvil vibrando lo que me despertó. Descolgué. No había nadie al otro lado. Bueno, vuestras dos voces que parecían respirar al compás. Oí como las cremalleras bajaban, percibí los ruidos de la ropa arrugada que cae, de las sábanas que se enrollan como fantasmas que bendicen esta unión de dos cuerpos desconocidos. Inmaculados de tanta perversión. Y yo, la testigo, juraría que lo estás pasando muy bien.

No quiero ir demasiado rápido en mi juicio. No quiero contarme esta historia de cualquier manera, incluso si mis manos tiemblan. Las imágenes, la poesía del instante, las dejo para más adelante. Quizá, más tarde, cuando el calor del sol y la ira de los pájaros se manifiesten. Quizá cuando vuelva la ligereza.

La estás comiendo, literalmente. No. La estás devorando, como nunca lo habías hecho antes. Ni siquiera conmigo. ¿Será que la transgresión te da permiso para ensanchar tus límites? ¿Por qué no lo has hecho conmigo? Ya noto la rotura de los cuerpos, de la trama de nuestras vidas, juntos. Sus piernas largas enrolladas alrededor de tu espalda. Tu mano fuerte que le levanta el culo para que su coño esté más a la altura de tu polla. O quizá de tu boca. Empiezo a hacer apuestas en mi cabeza. Su coño. Su boca. No sé por qué hago conjeturas así. El masoquismo latente mío ya se está disparando.

No puedo evitarlo. Cada gemido es un fotograma. Cada pensamiento mío, una hendidura. Siempre has sido especialista en curar heridas, rellenándolas de la mejor manera que sabías hacer. Empujando. El cabezal de vuestra cama hace temblar el deseo que siento por acompañaros. Aplasto mi cuerpo desnudo contra la pared fría para ser receptora al menos de algunas de tus embestidas. Una vibración, solo una. Tirito cuando resonáis contra mi epidermis. Me hubiese gustado que me follaras entre sus piernas, mientras ella manoseara mis tetas. Hubiese querido ver tu mirada encendida. Te negaste rotundamente. Mientras tanto, el eco de vuestras voces resuena en mi móvil. Apenas habláis. Seguro que la tienes agarrada del cuello y le enseñas a mamártela en zigzag, como yo te lo hago. Eso siempre te ha vuelto loco. De vez en cuando, le levantas la cabeza y le escupes en la mano, para darte algo de tregua y no acabar en su boca. Y que te masturbe. En zigzag, eso sí, otra vez. Oigo el escupitajo. Siempre escupes con vehemencia. Y siento vuestros olores. Algo dulzón. Como la sangre. Traspasan el papel pintado de la habitación.

Vuestros ruidos se hacen más impertinentes y mi mano baja, insolente, hacía mi coño. Es un gesto que no domino. Es el deseo que me manipula y que no puedo refrenar. Te puedo sentir, te puedo lamer, os puedo degustar. Pensándolo bien, me gusta la idea de este paréntesis sexual comunitario, este reencuentro con lo desconocido. Esta invitación «colectiva» a participar aunque sea solo de oídas. Dibujo vuestros cuerpos con trazos imaginarios. Y vuestras bocas, abiertas por el placer, intuyendo cómo gozará ella. Y cómo gozaré yo, intentando acoplar mis gemidos a los suyos. Sororidad, me repito. Sororidad.

Un aullido, el tuyo, invade todo el hotel.

Y de repente, oigo sus pasos contra el suelo. Un grifo se abre. Las abluciones postcoitales, pienso. Te murmura algo que no puedo entender por el móvil. Creo que se retira. Que ya no es más que una pobre figurante en la película que tú y yo nos hemos montado. El guion se le ha escapado. Y yo, espectadora muda, no he podido llegar hasta el final.

Nunca has sido tan rápido en el amor. Al menos conmigo. La puerta de la habitación se abre y se vuelve a cerrar. Un portazo. La oigo correr en el pasillo enmoquetado. Y el timbre del ascensor que llega al piso.

Pero la que huye soy yo porque se me hace insoportable saber que los poros de tu piel respiran gracias a otra.

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