«Todo lo profundo ama la máscara»
-Nietszche
N. de la A.: este relato erótico está inspirado en el primer tráiler de la película «Joker» de Todd Philipps, con Joaquin Phoenix como protagonista. La película acaba de ganar el León de Oro en el Festival de Venecia y se estrenará en España el próximo 4 de octubre. Está generando muchísima expectación. Si lo deseas, puedes ver el primer tráiler de la película un poco más abajo, antes de comenzar el relato.
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Tráiler
Joker: Detrás de la sonrisa
Le conocí mientras bailaba en los charcos y mojaba, despreocupado, los bajos de sus pantalones descosidos, cada vez que sus zapatos golpeaban el asfalto. Tenía la mirada perdida, con una extraña sonrisa en los labios que le daba cierta luz, como los focos que suelen bañar el escenario de un teatro. No sé a quién o a qué sonreía. Era sarcástica, muy interiorizada, creo. Un desaire a lo que le rodeaba.
Todo en él me atraía. Esta cara burlona que los peatones evitaban mirar o contemplaban con desprecio esta cicatriz sobre el labio superior y el traje de un color inapropiado, que le venía demasiado grande… Su largo pelo mojado estaba peinado hacia trás, pero las mechas volvían a pegarse a su cara, cada vez que daba saltos. La impertinencia del pelo… pensé. O el erotismo de esconder su rostro como si fuera una máscara.
Me acerqué discretamente a él y se paró de repente. Yo me sentía protegida bajo mi paraguas, mientras la lluvia se deslizaba como babosas sobre su cara. No parpadeó. Se acercó lentamente con una reverencia exageradamente solemne y su sonrisa sarcástica se transformó en una mirada sostenida y bondadosa.
En aquel instante, le hubiese bebido la cara a lametazos. Respiraba contradicciones; locura y cordura entrelazadas. El abismo, la perdición, la bajada a los infiernos para remontar más ligera a las nubes. El fuego consumiéndome. Un ángel masticándome. Él desprendía una especie de ingenuidad que, en nuestro mundo, dejó de existir hace tiempo, demasiado tiempo.
Se puso a reír a carcajadas. Y yo quería ser aspirada por ellas, entrar en su piel, cosquillear su glotis para volverme loca como él, con él, bailar aunque sea de puntillas en los charcos y mojarme entera. Como él, con él. Y empaparme la cara como si nunca hubiese dejado de llorar en mi vida. Y mandar a tomar por culo el puto paraguas. De una vez. Sí, de una vez. Y despreocuparme para siempre por la vida. Preocuparme para siempre por sus dedos curvados. No salir de esta cicatriz… Agrandarla acaso… Y sangrar con ella.
La tormenta que estaba prevista no se hizo esperar y los granizos empezaron a caer. Piedras frías que sepultan y no dejan rastro de vida. Yo me hubiese quedado quieta, esperando una muerte helada, perdida en la calidez de su boca entreabierta. Me cogió el paraguas, lo cerró y me agarró de la mano para correr juntos. No recuerdo semejante sensación de libertad.
–Te llevo a mi casa –le dije, dirigiéndome a él por primera vez.
No respondió. Supongo que no sabía muy bien a dónde ir. La noche empezaba a reflejar su eco en las sombras de las aceras y estábamos empapados. Sobre todo, de un deseo inexplicable. Incontrolable. Incontenible. Piedra caliente que quema las manos y el estómago.
***
Está de espaldas, el cuerpo medio desnudo, con unos calzoncillos demasiado grandes para su cuerpo delgado. Se ha sentado en el borde de la cama para quitarse los zapatos y puedo contar, desde atrás, las costillas que se transparentan bajo su piel elástica. Mientras, saboreo este vínculo extraño que se ha tejido entre él y yo como el único signo tangible de nuestro deseo. Me intimida un poco, solo un poco. Le intimido también, lo sé, lo percibo. Es debido a este dolor, a esa dulzura que compartimos. Lo intuyo. Hemos depositado nuestros cuerpos frágiles en nuestras respectivas manos. Hemos dado todo lo que nos quedaba de consciencia, este trocito de consciencia, un trocito nada más, que apuntaba con reventarlo todo. Sigo observando su espalda febril. El ángel está a punto de sacar sus alas. Lo veo en los huesos puntiagudos de sus omoplatos que le pinchan la piel. Quiero que me arrope con ellas.
Empieza a contarse, por cabos sueltos, la violencia de los demás. La violencia de las palabras. Palabras averiadas que no se pueden digerir. Que se quedan, pesadas, sobre un estómago demasiado pequeño como el suyo. Se gira y me sonríe. Trepa por la cama hasta llegar a mis labios y me besa suavemente. Y de repente, un dolor terrible me despierta de este letargo nubloso. Noto ese olor a hierro, demasiado característico. Vuelve su sonrisa sarcástica y él sigue sin parpadear. Me chupa la herida que me ha hecho en el labio. Tira de la lengua para que lo vea bien. Roja, enrojecida de sangre y vergüenzas mías. Del menstruar y de los golpes de mi madre, de pequeña. Como los que él habrá recibido tantísimas veces más. Pero la amargura se disipa poco a poco en mi boca.
No puedo evitar amarle.
Quiero que alivie su cuerpo descarnado en mí. Con violencia. Como un insulto cuya beneficiaria no soy yo. Quiero que todo el disgusto que siente por el mundo me lo haga tragar en una mamada. Sin permiso. Sin compasión. En mi cavidad bucal caliente. Descarga, querido. Baña mis encías. Límpialas de la sangre que hiciste brotar. Estás perdonado. No llores. Refúgiate aquí.
***
Su cara no expresó nada. Ni victoria ni alivio. Pero sé que se ha pasado toda la vida sin saber si realmente existía. Aquella noche, lo puedo afirmar, existió.
Y yo con él.