Hans y Edith estallan en sexo pasional. No te pierdas la quinta parte de esta maravillosa serie de Andrea Acosta.
Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la cuarta parte aquí: Al calor del Lobo (4): Edith separa los muslos – Relato erótico.
Sigue leyendo…
Al calor del Lobo (5): Edith separa los muslos
Édith gritó; lo hizo privada de clemencia, de delicadeza, cuando Hans la embistió con tal ímpetu que su cuerpo se contrajo, sobrecogido, al experimentar el connatural placer que cabriola en el filo del dolor. Se agarró a él por los hombros, alterando el color del esmalte de uñas, de rojo a rosa, debido a la presión en la nervuda superficie. De ser factible, los tacones de sus zapatos, ejerciendo de afiladas estacas, clavetearían una proclama escrita en los compactos glúteos de él: «Peligro: perjudicial para la salud». Titilantes luminarias danzaron en la oscuridad tras los párpados cerrados de Édith, y sus carnes se ajustaron a las aceradas y desnudas de Hans. Pestañeó y lo entrevió desdibujado, mas, al notar su mano en la barbilla, besó el aire y a continuación las yemas de los dedos que sabían a…, sí, a la dulzura acidulada de su propio orgasmo.
—Acabarás conmigo —murmulló Hans, empujando el dedo índice entre los labios de ella, que lo succionó con tanto furor como lo hacía su coño. Édith lo tenía hambriento a la par que sediento: el pan se le hacía polvo en la boca, árido como el que se acumulaba en los despojos de los caídos en la desastrosa Campaña de África del Norte, y el vino…, oh, el vino le quemaba al desfilarle por la garganta, a semejanza del sol en las dunas, para vergüenza de los Weinführers [1]. Estabilizando el peso de ella y la posición, reculó lo suficiente para impulsarse y arremeter, iniciando un rítmico vaivén.
Chupó el dedo más allá del nudillo y abrió los ojos, hincando los dientes en el índice para acallar el gemido de Hans cuando empezó a follársela. El golpeteo de los colmados testículos junto al rebotar de sus pechos le taladró las meninges y acrecentó su deseo. Sus pezones aguzados valdrían de abrecartas para la correspondencia apilada en la mesa del despacho del Obergruppenführer y, extraoficialmente, su aliento podría ocupar el lugar del vapor de una tetera; sin embargo, él se percataría: la minuciosidad de Hans detectaría el desplazamiento de una estilográfica sobre una pila de documentación. Édith jugaba con el rabo del Diablo, en todos los sentidos.
La puerta vibró y las bisagras protestaron; hasta el pomo traqueteó. Por debajo de la madera, se filtró el sonido manifiesto, atronador, y los ojos del cuarteto de uniformados se miraron con chistosa complicidad.
Hans retiró el dedo de la boca de Édith o, más bien, lo mantuvo en el labio inferior, exponiendo el nácar de los dientes engarzados en la sonrosada encía como perlas. La besó amartillando sus caderas con las de ella en una sucesión de penetraciones cortas y profundas que desgataban su resistencia. La abstinencia se burlaba de él, conminándolo a terminar, a desleírse.
Édith jadeó y deslizó una mano en el tensionado brazo de Hans, convirtiendo la O del tatuaje en un símbolo del infinito. Ciñó las piernas en torno a él y lo sintió endurecerse algo más y palpitar, delatando la inminencia del torrente lechoso.
—Lléname —dijo en el húmedo acunar de su beso, encorvándose en su sólido apretón. Aprisionado y suyo, lo estrechó; su coño lo abrazó y lo soltó, recuperándolo; sin tregua.
—Soy y seré tuyo —aseveró Hans, bregando por retardar el clímax que le bullía, cáustico, en las pelotas; no obstante, cuando Édith lo rodeó no fue capaz de rehuirla y su determinación se quebró—. Pase lo que pase, soy y siempre seré tuyo —insistió con el primer caño de esperma tiñendo lo encarnado de los femeninos adentros. Y él resolló, yéndose, anclando la diestra en uno de los generosos senos que le desbordaba la palma.
Édith se deleitó con la ferocidad del semen que la chaparreaba e, instintiva, atenazó con las piernas a un Hans ya espasmódico. Correspondió al beso que, en realidad, era un intercambio de hálito. Alivió parte de su peso al apoyarlo en la madera y no en él. Gimió, recostando la nuca en la puerta mientras Hans escoraba la frente en uno de sus hombros; a pesar de lo grande que este era, semejaba frágil.
Hans confiaba en que una muerte solaz debía ser así: el alma abandonando el caduco cascarón al mismo tiempo que uno lo sentía vivo, latiendo, y todo y con esas, dejarse ir… Lo cómico del asunto era que vaticinaba que su óbito no sería apacible. Bajo la piel sudada, acariciada por Édith, él escondía el miedo.
En el pasillo las miradas cómplices se tornaron interrogativas: el ruido había cesado por completo y consumía los minutos…
—Vas a marcharte —predijo Édith; le besó la punta de la nariz y le peinó los rucios mechones. Hans aún moraba en su interior, endeble pero no del todo, como si tuviera en cuenta su orgasmo prorrogado en merced al de él.
—Todavía no —negó Hans, asiéndola por las caderas. Salió de los glotones entresijos, acto al que le siguió el descarado soniquete de la rotura de un firme vacío y el escurrir de los fluidos de ambos. Con la verga a media asta y reluciente, emplazó a Édith de pie en el alfombrado suelo.
«Todavía no». Aquello era un mal pospuesto… Édith jadeó por la total perdida de su plenitud, y creyó que deambularían por la suite hasta la cama en la que, quizás, dormitarían antes de que Hans se alzara sobre sí como el águila sobre Prometeo, con el interminable cometido de devorarle el hígado y, en su caso, el corazón. Se las arregló para recoger los tirantes de los masculinos pantalones y dar unos pasos sin desunir sus vientres.
Hacia bastante más de una década que la adolescencia había doblado la esquina y, por más que Hans pudiera detraer un lustro, no lo libraba de mayor calentura. Siempre había sido más pecador que cristiano, si es que el juego de palabras no estaba de por sí exento de guasa; empero, con Édith era diferente, era quimérico. De pronto, frenó el avance de sus pies en mitad del vestíbulo, rompiendo el nido que habían construido con sus vientres.
—Quiero dormir aquí —pidió Édith, convencida de que Hans pretendía enviarla al apartamento de la rue Androuet. Ella no estaba dispuesta, y no porque no supiera que él acabaría yendo a su encuentro, sino porque necesitaba acortar las distancias, compensar las horas repasando con los dedos los costurones de las Schmiss[2] adquiridas durante los Mensur, imaginando el tintinear de las espadas conforme él, adormilado, se los relataba por enésima vez con ella frotando los empeines con los suyos, nudos los dos a los pies de la cama.
Hans no respondió porque tenía la decisión tomada, sin nada que sopesar y ni mucho menos alternativa, aunque la tentación estaba en la quietud del sueño de Édith, interceptado por su rígido anhelo al colarse en el vórtice de entre sus piernas, en las torres que se desmoronaban, en los encabritados caballos, los alfiles, peones, reyes y reinas descoronados, despeñándose por el lecho con el tablero de ajedrez sin saber si se componía de cuadros o remolinos.
Ya puedes leer la sexta parte aquí: Al calor del Lobo (6): La boca de Edith – Relato erótico