Relatos eróticos

La paja de Dios – Relato erótico

No te pierdas el último relato de Valérie Tasso, con título auto-explicativo.

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La paja de Dios

Había en ella un curioso salvajismo, un sentimiento exacerbado de libertad, esa inocencia que caracteriza a los niños, los ojos saltones y curiosos por todo. También algo de aprensión, de cautela, la prudencia del zorro. Y una frágil transparencia en su mirada mientras mi polla crecía delante de ella.

Acercó una mano para agarrarla. Fue un gesto lento, bienintencionado, benévolo al principio. Pero cerró su mano alrededor con el ímpetu propio que intuía y su envoltura de ángel travieso desapareció para dejar paso a otra textura de sí misma que, esa vez, desconocía.

Empezó a subir y bajar la mano sin delicadeza, la movía torpemente, con dificultad. A su vez, vociferaba blasfemias, o a mí me lo parecía, mientras su otra mano, apoyada encima de la cama, daba golpecitos inconscientes en las sábanas. Me hacía algo de daño pero no quise decirle nada. Su cara sonrosada había sufrido una transformación monstruosa y tenía ciertos relieves de piedra, una suerte de estatua, algo sin vida que la había arrebatado. Esa impresión duró poco. Empezó a seguir con todo su cuerpo el ritmo de aquella mano que golpeaba la cama, dando pequeños sobresaltos. La notaba preocupada y totalmente absorta en lo que hacía, pendiente de mis sensaciones, pendiente de mis ojos y de su mano. Su mirada pasaba de unos a otra con una velocidad sin igual, olvidándose del aleteo compulsivo de sus pestañas. No me atrevía a moverme. Solo a contemplar la seriedad con la que me pajeaba. Sin embargo, quería abrazarla. Quería abrazarla pero temía que su mano perdiera el eje vertical que yo ya había trazado y que, ahora, seguía ella a la perfección.

Seguramente estaba mojando más que ella. Empezó a bajar el ritmo de sus vaivenes manuales y apoyó en la apertura de mi uretra su dedo meñique para recoger todo lo que yo había lubricado hasta ahora. Tomó su tiempo. Como hacen los niños con los botes de cristal cuando recogen la poca mermelada que queda antes de llevársela a la boca. Aproveché para sujetar sus muslos con las manos. Ella, después de lamer su dedo, escupió en su mano y volvió a agarrar fuerte mi polla. La sujetaba como quien tiene miedo a que se escurriera entre los dedos, como si fuera arena fina, como los hilos de agua que corren ventana abajo, libres, cuando ha cesado la lluvia, como las anguilas movedizas que quieren serpentear hacia las rocas y mimetizarse con ellas. La sujetaba con fuerza. Pero ya no me hacía daño. La sujetaba, quizá, con un poco de miedo y piedad. Como al pajarito al que tememos aplastar.

El agarre de su mano cedió un poco más y la deslizó más abajo. Yo miraba nuevamente sus grandes pestañas, tan imponentes que parecía que, de un momento a otro, iban a salir volando. Dos cuervos picoteando el aire. Estaba a su entera disposición, a la intimidad que, esa noche, ella quería. Para mí, sí, lo confieso, suponía un esfuerzo titánico aguantar esa impaciencia de mi polla, ese deseo que quema. Sin duda, acompañaba al amor sin igual que sentía por ella. Reprimía ese anhelo primitivo para que se sintiera dueña y propietaria de esa sexualidad mía más inmediata, más mecánica, más estruendosa. Ese riesgo que yo asumía. El concederle, de alguna manera, que pudiera maltratarme. Era el coleccionista de su felicidad, costara lo que costara. Ya se lo había explicado, con cierta solemnidad, unos años atrás. Pero, echando la vista atrás, no sé si entendió muy bien a lo que me refería.

Se puso a estrujar mis cojones como si fueran plastilina y se lo agradecí levantando la cabeza y observándola con más detenimiento. Me hubiese gustado decirle algo, pero ni siquiera podía hablar. Además, mi deseo me presionaba con tanta premura que temía, al abrir la boca, abrir a la vez otros canales, explotar como una bomba mal programada. Sentí que empezaba a perder el control mientras su mano se movía, ahora, con mucha destreza. No podía sacársela ahora. No quería. No podía sacársela. Y aun así, todos mis demonios libraban una batalla sanguinaria en mi mente. Conseguía domesticarlos a medias y a duras penas. Quería hacer honor a mi título de «adulto», a mi juramento pretérito, cuando nos conocimos. No quería dejarme llevar por la impudicia, el descaro del caos, esa ausencia de decoro en la que caen muchos, la facilidad de lo obsceno a destiempo, la mancha lechosa desperdiciada.

Quería antes recorrer sus paredes, todos los tabiques de su cuerpo hasta estremecerla. Cubrirla entera y taladrar su coco con toda la suciedad y el barro que me permitiera. Mientras seguía pensando en hurgar en sus entrañas, manipular sus venas para que se fueran al sitio adecuado, empezó a abofetear mi glande. Fueron golpecitos, al principio. Suaves. Casi nada. Pero al poco, las sensaciones se quedaron suspendidas, el calor de las bofetadas llegó, inesperadamente, a ráfagas.

Me miró con una sonrisa burlona que siempre me había parecido familiar. Su sonrisa, mi hogar. Era el momento.

El momento del pecado pero también del tan manido concepto de la santidad. Las palpitaciones de mis venas y también el momento de la redención. Las profundidades de la podredumbre y el inevitable deslizamiento hacia el placer. El ruido irrefrenable en mi cabeza y luego, luego, la ceguera de mi mente.