No te pierdas la última maravilla de Valérie Tasso.
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La espuma de sus días
Levantó ligeramente la cabeza de la almohada y me miró en la penumbra con esos dos grandes ojos luminosos de gato. Acerqué mis dedos y los apoyé sobre sus párpados para cerrarlos. Toda ella temblaba.
Me preguntó con un claro tono inquisidor:
–¿Qué estás bebiendo?
No respondí y volví a enterrar mi cara entre sus muslos. Pero insistió.
–¿Qué estás bebiendo? ¿El olor de la oscuridad?
Volví a emerger de aquel sitio húmedo, apreté los labios y los froté entre sí para no desperdiciar nada de lo que había degustado. Luego, le susurré:
–Estoy sorbiendo tu piel. ¿No lo notas? Y saboreando las mismas sombras de sus pliegues.
Se puso a retorcerse y a reír.
–Me haces cosquillas.
No pretendía precisamente eso pero notaba que ella tenía los nervios a flor de piel.
De repente, se levantó un pequeño viento cálido que podía sentir desde la ventana abierta y que tapaba algo del sonido de su risa, y un haz de luz, como una curiosa niebla, cambió de repente el color de la estancia. Parecía querer aplastar nuestros cuerpos. Era como si esa niebla condensara toda ella un peso imposible de palpar. Como si quisiera evitar que levitáramos en el placer.
–Tienes otro color ahora –le comenté.
La habitual negrura de la noche se volvió una sutil oscuridad, la niebla enroscaba cada vez más nuestros cuerpos y su piel adquirió un color curioso. Rojizo, quizá. Sí. Rojizo o burdeos. No sabría muy bien cómo definirlo.
–La niebla de colores extraños puede ser peligrosa –respondió–. Tú también has cambiado de color. Y tus labios están teñidos de no sé bien qué.
Giré mi cabeza hacia el gran espejo que estaba apoyado contra la pared del dormitorio y, después de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, pude vislumbrar una mancha en la parte inferior de mi rostro que hacía un claro contraste con mi piel blanca de algodón. Una cara cortada en dos. Pasé un dedo por encima de mis labios y lo introduje en mi boca. El sabor tenía algo metálico, y un curioso gusto a agridulce. Pero era agradable. Nada «nocivo» como ella me había dejado caer. Empecé a notar la aceleración de un pulso. El suyo o el mío. ¿Su corazón, quizá? El pequeño latido se detuvo de repente, justo cuando volvió a hablarme.
–Ya te dije que sangro con facilidad. Esta vez, no me has hecho caso.
Tenía razón. Reconocí enseguida el olor de la sangre.
–Pero no acaba de fluir del todo, ¿no es así? –añadió.
Oí latir nuevamente aquel pulso cuya procedencia no sabría todavía explicar. Pasé mi lengua encima de mis labios que ardían. La niebla ya pesaba toneladas y un fuego desconocido se apoderó de todo mi cuerpo. Y del suyo.
En silencio, posé mi mano sobre su vientre y apreté. Apreté todo lo que pude. Quería que fluyera. Que fluyera la sangre. Que fluyera toda ella. Y seguir sorbiendo poco a poco esa ola de vida que me regalaba. Impetuosa como ella. Sin pedir nada a cambio.
Ya no es ella la que se retuerce. Somos ella, yo y la niebla que, en el fondo, me estaba enseñando a que fluyera todo. Con este peso aparentemente vacío que llena los recovecos y pliegues de los cuerpos. Y colorea las sombras y el color algodón. Y explica la extrañeza de cualquier hombre, joven o maduro, por este maravilloso acto de entrega rojizo o burdeos. Una entrega a la que no estaba para nada acostumbrado.
La oí gritar. Parecía angustia, pero era la caída al abismo del placer más puro. Un hilo de voz entrecortado. Y aquel hilo de sangre que se deslizaba por ambas piernas y que yo bebía como si fuera agua pura de un manantial.
Aparté su melena y la besé largamente. La niebla se disipó. Perdía distancia Pero seguía en una lejanía ilimitada. Un horizonte sin fin. Y seguía la humedad invadiendo la habitación. Como el enorme sapo de La espuma de los días de Boris Vian.
Todo se llenó de un silencio repentino. Desaparecieron las bocinas de algún que otro nocturno coche paseándose por la calle que daba a nuestra ventana. No la cerré, de hecho. ¿Para qué? Solo aleteaba un poco esta ventana de cristal grueso.
Sería debido, probablemente, a este pequeño viento cálido que entró de noche, sin pedir permiso.
Como yo hice con ella, perdido entre sus piernas.