Disfruta el desenlace de esta historia lésbica de dos chefs, escrita por Thais Duthie.
Si no la leíste la primera parte, puedes hacerlo aquí: «Una experiencia de alta cocina (I): La chef».
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Una experiencia de alta cocina (II): La chef
—Ahora necesito que te desnudes, es hora de emplatar.
—¿Lo dices en serio?
—Muy en serio —Su expresión se había endurecido, pero seguía igual de cerca—. Estás en mi casa, en mi cocina, probando mi plato. Eso debería bastar para que lo hagas. Pero solo te pediré que, por favor, confíes y te desnudes para mí. Prometo que valdrá la pena.
El corazón me latía tan rápido que sentía que se me iba a salir del pecho. Mentiría si dijera que no había acariciado la idea de aprovechar aquella cita para seducir a Cruz, porque cuanto más conocía de ella más atraída me sentía. Aunque al principio solo era un misterio que necesitaba resolver, ahora anhelaba que siguiera siéndolo. Quería continuar dejándome seducir por ella, pero más de cerca.
—¿Quieres que me lo quite todo? —Aunque traté de evitarlo, mi voz sonó temblorosa. Dentro sentía una mezcla de incertidumbre y deseo.
—Todo.
Sin pensarlo dos veces, tomé las mangas del mono azul marino que llevaba y las deslicé por mis brazos. Dejé a la vista un sujetador negro sin tirantes, luego permití que la prenda siguiera cayendo hasta que quedó en mis pies. Miré de soslayo a Cruz, que me observaba con atención. A pesar de ello, me sentí cómoda frente a ella. La tensión sexual entre ambas me había librado de cualquier atisbo de miedo o inseguridad.
—Sigue…
Me desabroché el sujetador con toda la lentitud posible y también me bajé las bragas. Me quité los tacones. En unos pocos segundos estaba desnuda frente a la chef del momento, que me miraba del mismo modo que a su creación más perfecta. Asintió, satisfecha, y apartó todo lo que había en la isla. Una vez estuvo vacía, me hizo un gesto para que me tumbara.
Cruz me ayudó a subir y el primer contacto de mis nalgas contra el mármol bastó para que mi piel se erizara por el frío que desprendía el material.
—Está helado.
—Solo al principio —prometió, y me sonrió—. Voy a comenzar.
Desde aquella posición podía ver cómo mi pecho subía y bajaba. Un fluorescente iluminaba mi cuerpo de arriba abajo, ni siquiera creaba sombras en mi anatomía para esconder en ellas las dudas sobre todo lo que estaba sucediendo.
—¿Sabes? Algo que disfruté de tu libro fue el capítulo sobre los emplatados —comenzó a explicar mientras colocaba el termómetro en un cazo—. Muchos libros de cocina se centran solo en las recetas y sí, las fotos son muy bonitas, pero no hablan de cómo presentar los platos. Aprendí eso de ti. Me encantó esa receta en la que usaste la cáscara de un coco.
—No hay nada como un viaje a Cancún para despertar la inspiración —bromeé para aligerar el ambiente.
—Suena bien —Tomó la cazuela y se acercó a mí—. No quema, está a cuarenta grados.
Con una cuchara grande, vertió unas gotas de chocolate caliente en la piel de mi abdomen. El contraste provocó que me arqueara sobre el mármol y Cruz tocó mi brazo para que me mantuviera quieta. Luego colocó una bola de helado que comenzó a derretirse enseguida. Apostaba a que no había mirado ni una sola vez mi sexo, parecía sumamente concentrada en crear la composición perfecta. Añadió las virutas de chocolate blanco, las esferas de fruta de la pasión y unos polvos sin mirarme y, cuando terminó, sonrió complacida.
—Ha quedado precioso.
Observé mi abdomen y me sorprendí al ver cómo había emplatado en él. No pensaba que fuera a quedar tan bonito, parecía poético. Casi tanto como que hubiera aprendido a emplatar de formas más creativas de mí.
—Había querido hacer este postre contigo, para ti, desde que te vi presentar el libro. Lo que yo siento es más que curiosidad profesional —dijo—. ¿Me permites?
Asentí y vi cómo se agachaba para lamer el helado.
—Está delicioso.
Se incorporó, fue directa hacia mi boca. Todavía tenía un poco de chocolate en mis labios, que probé en cuanto me besó. La excitación y los sabores se entremezclaban, y en aquel beso pude degustar más que la acidez de la fruta de la pasión, el dulzor del chocolate o el picante del chile espolvoreado. También saboreé en su boca el deseo, las ganas y la admiración que sentíamos la una por la otra.
Sentía cómo el helado se derretía por momentos y resbalaba por mis costados, haciéndome cosquillas. El mármol ya no estaba frío, la mano de Cruz acariciaba mis senos mientras nos besábamos de nuevo. Yo trataba de hacerlo despacio, pero ella atacaba con ansia. Mordía mis labios, mi barbilla, mi cuello.
Se quitó la chaquetilla entre beso y beso, y dejó a un lado los pantalones. Cuando nos separamos un momento para respirar me fijé en que llevaba un conjunto de encaje rojo. Se colocó sobre mí, arruinando por completo su creación. Su muslo se hizo hueco entre los míos y me removí ante la sensación de la tela contra mi intimidad. Alargué las manos para bajarle las bragas y sentir su sexo, que se rozó enseguida contra mí. Ambas estábamos húmedas y sudorosas y, aunque no podía verlo, sabía que el chocolate se había esparcido por todo el mármol.
La deseaba tanto como si jamás hubiera estado con ninguna otra mujer. Como si no supiera qué era el sexo y fuera a descubrirlo por primera vez.
Pronto sentí sus dedos abriéndose paso entre mis pliegues, luego penetrándome. Se deslizó en mi interior con la misma destreza que había mostrado para hacer las esferificaciones de fruta de la pasión. Me dejé llevar por su vaivén, que se parecía mucho al de mi elemento favorito, el mar. Cruz era como el arrastre de la costa, que te lleva bien hondo para después devolverte a la orilla. Bastó con que curvara un poco los dedos para que mi cordura naufragara y, poco a poco, cada parte de mi cuerpo se tensó como un nudo marinero para destensarse después.
La chef todavía respiraba entrecortadamente contra mi cuello cuando me di cuenta de que aquel postre que acababa de cocinar era casi idéntico a un plato que había compartido en mi libro, solo que con otros ingredientes salados. Una pequeña diferencia que, como prometía Cruz, había transformado un plato en experiencia.