Cuando anunciaron el fallo del Nobel a principios del pasado octubre, tenía por casualidad en mis manos Pura pasión, novela de la autora francesa, Annie Ernaux. Nacida en Lillebonne en 1940, es actualmente catedrática de Lenguas Modernas y ha escrito más de veinte novelas.
Hablé de la historia largo y tendido en redes, porque no todas las lecturas me golpean como lo hizo ese pequeño gran texto de 76 páginas. Y es que la manera en que trata el amor, mejor dicho, el enamoramiento, está dotada de una clarividencia espeluznante. De esa que asusta. De la que puedes asimilarte con tal semejanza que podrías haberlo escrito tú, al menos por la vivencia, si no por la pericia en la escritura.
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Más allá del orgasmo literario que significa que le hayan dado el Nobel de literatura a una mujer (recordemos que hasta la fecha se han entregado 115 premios, de los cuales tan solo 17 han sido para mujeres, incluido el año 2022), lo que me genera placer es el contenido de sus letras: el primer encuentro sexual con un hombre, los celos inexplicables cuando la relación ya está más que enterrada, la debacle autodestructiva del enamoramiento, la soledad al enfrentar un aborto… estamos no solo ante historias que se basan en el mundo de la Mujer (así, con mayúsculas), sino también frente al erotismo tratado por una mujer. Si lo analizamos, es romper un metatabú. Un tabú sobre un tabú, sobre un tabú. El erotismo, tratado por una mujer, que además es escritora. No negaréis que es para morirse del gusto.
Y es que, ¿hace cuánto que las mujeres tienen la libertad absoluta para escribir? Demasiado poco. Me encantaría defender que la cita de Virginia Woolf en Una habitación propia que dice «Anónimo era una mujer» es cierta, pero el cinismo que habita en mí —y que empeora cada día, salvo en las escasas esferas en las que sigo siendo un unicornio que vomita purpurina, como en el sexo, la maternidad y mis propios escritos— me susurra que las mujeres no solo carecían de la libertad para crear textos. Tampoco podían acceder a la educación, medios económicos y, en algunos estratos, estaban tan embrutecidas por el aplastamiento sufrido a manos de la sociedad, que ni siquiera podían darse el lujo de la creatividad.
Por aportar un par de datos, hace tan solo un siglo, la tasa de analfabetismo era de un 25% de la población, siendo el 70% mujeres, tenían una media de 6 hijos y la mortalidad obstétrica se llevaba por delante a 1 de cada 10 gestantes o puérperas. Las mujeres no estaban para muchos cuentos.
Podemos debatir largo y tendido sobre este tema en otro momento, pero ahora, si volvemos a Annie Ernaux, ella decidió que sus letras vieran la luz en 1974 con Los armarios vacíos. Sin ánimo de destriparle nada a nadie (por algo mis lectoras me llaman La Reina del Spoiler), la historia gira sobre el aborto. El tema es para ella importante, ya que volvió a ello con El acontecimiento en el 2000. Y escribe en primera persona, desde su propia experiencia, con una austeridad en el lenguaje que resulta fácil de leer a la vez que te atraganta el pensamiento. Y es que Annie Ernaux escribe con la precisión de una cirujana. Va al grano. Con crudeza, sin subterfugios, a latigazos en la mente que te dejan reflexionando con el libro entre las manos. Y a la vez, atrapa, por esa misma cualidad. Te sientes identificada.
En el caso de Pura pasión, que fue la historia con la que la descubrí, la autora narra en un flujo de consciencia continuo y total ausencia de diálogos (que no se echan en falta) el peligroso estado mental en el que nos sumimos cuando estamos enamorados. Encoñados. Quiero destacar esto porque la etapa que ella describe es muy concreta, como lo es la situación que vive en la historia.
Enganchada como a una droga a un hombre casado, lleno de glamour (ni siquiera dice su nombre, y ese detalle hace que pueda ser cualquiera de tus ex, convierte la experiencia en universal), originario de un país exótico y dotado de un atractivo brutal, provoca que, básicamente, su vida se vaya a la mierda.
El tiempo toma una nueva medida, que son los días que pasan entre encuentro y encuentro, y los pensamientos intrusivos, así como acciones descabelladas, acortarían, en una ideación fantasiosa, dichos periodos: donaciones a instituciones de caridad para que ese día se produzca una llamada, buenas obras para que deje a su mujer y se fugue con ella, el inicio de un hábito saludable porque eso los amarrará con toda seguridad… todo con el condicional de conjurar al objeto de su amor junto a ella, antes y por más tiempo, y retenerlo.
Alimentarse como es debido, cumplir con los horarios y las obligaciones en el trabajo, la relación con los propios hijos… todo queda en un segundo plano de un modo peligroso y amenaza la estabilidad vital, con las mismas características de cualquier adicción, en especial la memoria eufórica: recordar y revivir una y otra vez los momentos sublimes mientras que las miserias del sexo rápido y (a menudo) frustrante, la escasa intimidad más allá de los momentos eróticos compartidos y el peaje que se cobra en su vida, quedan en el olvido porque todo desaparece ante la presencia deslumbrante del ser amado.
¿Te suena? Porque a mí sí. En especial, en el transcurrir de esos primeros amores en los que te enganchabas hasta las trancas, el sexo era sublime porque todo era suficiente y necesario, y el amor se alimentaba de pura serotonina, adrenalina y feromonas. Atroz, y a la vez, tan humano. «The things I do for love».
Pero ¿qué ocurre cuando cae la venda, se diluyen las hormonas, la distancia enfría el sexo y se aterriza de nuevo en la prosaica realidad?
Leedla, insensatos. ¿A qué esperáis? Celebrad conmigo que una mujer haya ganado el Nobel de Literatura este año, una que se sumerge en las zonas abisales del universo femenino, que ahonda en el erotismo sin tapujos, de manera descarnada y visceral.
Os dejo un pequeño párrafo para despedirme:
«Me ha parecido que la escritura debería tender a eso, a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y a este estupor, a una suspensión del juicio moral». Así es como ella escribe, y así es como debiera aspirar a ser el sexo: el mayor campo de juegos del que disfrutamos los adultos merece que su imaginario suspenda toda posible moralidad represora. ¿Y qué mejor manera de alimentar dicho imaginario que la buena literatura? Y, si es erótica, con mayor razón.
Con amor (o enamoramiento),
Mimmi Kass