«Cuando las autoridades nos hablan de los peligros del sexo, hay en ello una importante lección que aprender: no tengas sexo con las autoridades».
Matt Groening
Es posible que muchos lectores desconozcan o apenas les suene de oídas el nombre de Matt Groening. Si indicamos que ha recibido 11 premios Emmy (los Óscar de la televisión) al mejor programa animado por una sátira brutal sobre la sociedad estadounidense, que retrata a través de una familia de clase media que vive en la ficticia ciudad de Springfield y cuyos miembros son una matrimonio, Homer y Marge, con tres criaturitas, Bart, Lisa y Maggie, ya a pocos les quedarán dudas de que hablamos de Los Simpson y que Matt Groening es el creador de esta serie, junto a otras de pareja fortuna como Futurama.
Productor de televisión, dibujante y escritor, nacido en Portland (EE.UU.) en 1954, su mordacidad, inteligencia y sentido crítico quedan demostrados a poco que alguien haya visto, aunque sea uno solo de los capítulos en los que los estrafalarios personajes, (por comunes) apellidados Simpson, afrontan sus problemas existenciales, su tiempo y la sociedad que les ha tocado en suerte vivir.
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Análisis y algunas aclaraciones sobre la cita
Hay en la sentencia de Matt, cuya redacción en su idioma original es la siguiente: «When authorities warn you of the sinfulness of sex, there is an important lesson to be learned. Do not have sex with the authorities.», tres componentes que me gustaría mínimamente desgranar con el fin de evaluar lo oportuno y mordaz de ella.
El primero es el término «peligro». En realidad, en la frase original en inglés, no se emplea ese término (no se usa, por ejemplo, «dangerous» o «risky») sobre el que nos alertan las autoridades, sino otro con más matices: «sinfulness».
Su traducción literal sería la de «pecaminoso», entendiendo por tal el acto de ser y comportarse como un peligro o un daño para el orden moral. Con lo cual, quizá hubiera sido mejor traducirlo a nuestra lengua por «inmoral», «indecente», «indecoroso»… como algo referido a lo que pudiera caracterizar los actos propios del sexo. El matiz es importante porque refleja que, mientras que en Europa el decir que algo es pecaminoso suena ya en general un poco a chufla o a una caracterización decimonónica o arcaica que ha perdido fuerza en cualquier caso de su voluntad condenatoria, no sucede así, todavía hoy, en los EE.UU., donde el término «pecado», pese a toda la «ciencia americana» de la que hablaba Cortázar, parece que sigue siendo una caracterización de desprecio muy a tener en cuenta.
Dicho de otro modo, en EE.UU. parece que la guía moral que determina el Bien y el Mal sigue muy anclada en preceptos de orden religioso (casi con seguridad en aquellos fundadores que hicieron del puritanismo de origen calvinista la guía de esa sociedad). La religión en EE.UU. pareciera según este término que sigue siendo un garante, un fundamento al que acogerse en cuestiones morales y, por tanto, la autoridad que determina en gran medida lo que pudiera ser el sexo.
El segundo término es en genérico el de «autoridad». El que algo o alguien devenga una autoridad implica que sobre determinado asunto tiene autoría y dominio en cuanto a que es digno de respeto y obediencia. El sexo como concepto de lo que somos y hacemos a partir de nuestra condición sexuada parece tener siempre necesidad de una autoridad que, además, es siempre externa al propio sexo. Me explico.
Ya en 2008, en mi libro, Antimanual de sexo, abordaba lo que venía a llamar «discurso normativo del sexo», en referencia a esa necesidad que siempre hemos tenido de que alguien hable en nombre del sexo: de una «autoridad» que dictamine que es lo que resulta conveniente, oportuno, característico y permisible del sexo y lo que no; alguien que, en definitiva, nos explique lo que es el sexo. Pero además, como señalábamos, eso autoritario que explica y nos hace comprensible el fenómeno «sexo» es siempre algo externo al propio sexo. Es, por utilizar una metáfora un poco gruesa, como si el sexo fuera un perro que siempre necesita un amo que lo ate corto, que lo coaccione diciéndole lo que debe hacer y lo que no y que, sobre todo, esté atento y permanentemente vigilante de que no cometa ningún disparate. El collar y la correa son el orden moral, y la autoridad que los domina es quien ostente en determinado momento el cetro del poder (del poder dictaminar lo que está bien y está mal).
A lo largo de la evolución de nuestra cultura, varios y variados han sido los que se han encargado de amansar y vigilar al perro. Tradicionalmente han sido las religiones, algunas de ellas como el cristianismo, las que en sus variadas líneas dogmáticas sentían por nuestra condición sexuada un profundo, irracional e implacable desprecio, de forma que la redujeron y la caracterizaron como un mero «sacrifico» con exclusivos fines reproductivos.
El modelo de lo que los sexólogos llamamos «locus genitalis» es una de esas formas de someter al perro sin poder matarlo (aunque casi) porque cumplía una inevitable función. En tiempos más recientes, apareció otro amo, otra autoridad, que fue la clínica (que actuó como otro orden moral enmascarado en la verdad de la «ciencia») y, más recientemente, es, sin que ninguno de los otros patrones haya desaparecido, el primero que, por tener genitales, cree poder hablar urbi et orbe de lo que es el sexo, de lo que hay que hacer con él y de lo conveniente que resulta: otro tipo de moral restrictiva y coercitiva que actúa ya más desde la sobreexposición y el imperativo de rendimiento y goce que desde la represión y el ocultamiento, pero que sigue siendo igual de moralizante y moralista, sin siquiera saberlo, que el cura con sotana.
La función de la sexología ha sido desde su fundación el intentar, desde un profundo estudio de nuestro hecho sexual, devolverle la voz al propio sexo con las mínimas injerencias morales posibles de procedencia externa al propio sexo. Todo eso es algo que sabe captar la frase de Groening al repetir dos veces la palabra autoridad: que siga habiendo personas, instituciones e ideologías que dictaminan lo que tenemos que hacer con el sexo para no devenir «pecaminosos».
Conclusión
El tercer punto en forma de corolario con chistoso trompazo es la recomendación de que con esas autoridades no ejerzas tu condición sexuada. A estos moralistas que te van a poner la cabeza caliente y dejar los pies fríos, ni agua. Que esa es la verdadera lección y la única que estos nos pueden enseñar. Que en su afán por hacerse los amos con sus manuales, procedimientos, recomendaciones, condenas, estandarizaciones y simplificaciones, lo único que manifiestan es que quieren ser amos. Y que, además, follar, lo que se dice follar, suelen hacerlo fatal.
El actor Gabino Diego hace de un imberbe carlista en la película Belle Époque. Cuando llega la hora del baile, la actriz Maribel Verdú le pide que la saque a bailar mientras se escucha un tango. Él responde firmemente: «No, no, no, el tango está condenado por la iglesia» y añade «Sí, sí, sí, lo prohibió Pío X…». A lo que una joven Penélope Cruz le interpela: «¡¿El Papa qué sabe de bailes?!». Y es que la conclusión es afortunada: ¿Quién querría bailar un tango con Pío X o con el dogmático y pipiolo carlista?