Relatos lésbicos

Instinto (I) – Relato lésbico

La primera vez que vi a Laura no llamó mi atención lo más mínimo. Estaba tan acostumbrada a cruzarme con chicas como ella a diario que hice un escaneo rápido y me fui a colocar los nuevos modelos que acababan de llegar a las galerías. Era alta, morena de pelo largo y liso, movimientos gráciles y ese porte que caracterizaba a las de su estatus.

Por aquel entonces, me creía tan experta en mujeres ricas que, cuando apareció diez minutos después en la sección de zapatería con el uniforme de las galerías, me quedé helada. ¿Cómo había podido equivocarme de aquel modo?

Todavía estaba procesando que ella, la que parecía recién salida de un loft inmenso en la zona alta de Barcelona, iba a ser mi ayudante durante los próximos meses. En la temporada de otoño, la sección se volvía especialmente concurrida y un par de manos extra me venían bien para poder atender a todas las clientas como merecían.

—¿Adela? Soy Laura, la nueva. Encantada —dijo, y sus labios dibujaron una sonrisa deslumbrante, igual que la de esos anuncios de ortodoncia invisible.

Al ver cómo su expresión se tornaba confusa, supongo que por mi incapacidad para mediar palabra tras la sorpresa, salí de mi ensimismamiento.

—Bienvenida, Laura. No me habían dicho que empezabas hoy, perdona.

—Me llamaron ayer para comenzar antes porque mañana se estrena una nueva cápsula en el showroom, ¿no?

Su mirada se extraviaba cada par de palabras en las estanterías repletas de zapatos que había a ambos lados. Estaba nerviosa.

—Sí, cuando hay estrenos esto se llena más de lo normal —Suavicé mis facciones y le sonreí, tratando de proyectar una imagen más amigable que la que debía de haber obtenido hasta el momento. —Es genial que estés aquí.

Y, cuando lo dije, todavía no sabía hasta qué punto iba a serlo.

***

—No, mira, las baldas mejor con un paño húmedo de microfibra, el plumero es solo para el calzado, ¿ves?

—Entendido —susurró en tono suave.

Sus manos sostenían cada zapato como si se tratara del de Cenicienta, hecho de puro cristal. Aquellos dedos largos y finos también eran ágiles mientras quitaban el polvo de cada pieza.

A lo largo del día, descubrí que venía de un barrio obrero a las afueras de la ciudad y que, antes de ser contratada, llevaba cinco meses en paro. Había trabajado en otras zapaterías de Barcelona, «pero ninguna como esta», dijo. Supe de inmediato a qué se refería. Al lujo.

El contraste entre lo que me transmitía por su físico al verla moverse por la sala —que era rica y tenía la vida resuelta— y quien era en realidad me fascinó. Me intrigaba cada vez más, igual que un puzle de mil piezas. Buscaba en ella detalles, pistas que hicieran que se inclinara la balanza, y a media tarde creí encontrar una lo suficientemente relevante.

—Vaya, ¿y estas botas? —Las miraba como si nunca antes hubiera visto algo tan imponente. Eso solo podía significar una cosa: que no estaba acostumbrada a las firmas.

—Oh, sí, son las Roman Stud, el modelo estrella de Valentino Garavani para esta temporada.

—Son preciosas.

«Como tú», quise decirle.

Porque cuanto más tiempo pasaba, más me costaba no fijarme en cómo el pantalón del uniforme se adhería a su cuerpo con esa elegancia. Cuando se movía, la tela del bajo acompañaba sus pasos con un meneo que me tenía absorta. Incluso la camisa, que al resto nos venía grande o demasiado apretada, a ella le quedaba perfectamente entallada. Es como si hubiera nacido para llevar aquel uniforme. O, mejor dicho, para que fuera imposible dejar de pensar en lo que había debajo del mismo.

—Siete centímetros de tacón ancho, suela dentada de goma y punta redonda. La cremallera está en la parte interna, así solo ves…

—Las tachuelas —terminó por mí.

Acarició la tira de tachuelas que había en la caña con la yema de los dedos y me pregunté si tocaría con tanta delicadeza otros lugares más íntimos.

—Deberíamos quedar después del trabajo para tomar una copa de vino.

Lancé mis palabras sin haberlas pensado siquiera y ella pudo sentir mi espontaneidad, porque abandonó por completo las Roman Stud y conectó su mirada con la mía. Ladeó la cabeza, sus mejillas se sonrojaron levemente.

—No te va a gustar quien soy fuera de aquí —Y una risita nerviosa. Me miró de arriba abajo, como si quisiera desnudarme con los ojos, pero también como si estuviera sopesando mi oferta.

En lugar de asustarme, aquellas palabras hicieron que mi interés creciera todavía más.

—¿Por qué dices eso?

—Cosas mías —respondió e hizo un gesto con la mano. —Será mejor que todo se quede aquí, en las galerías.

Había un matiz en su tono: una sensación de rendición, un halo de tristeza. Deseé borrarlo con mis dedos y con mi boca… pero contuve mis ganas de insistir. Seguí etiquetando las cajas de los nuevos productos en silencio, mientras trataba de apagar mis ganas de conocerla mejor. De descifrarla por completo.

Al poco, mi reloj inteligente emitió un pitido y miré la hora. Nuestro turno había terminado.

—Son las ocho, Laura, ya podemos irnos.

Cuando me di la vuelta me miraba con cierto pesar. Sonreí como respuesta, rendida, y eché a andar hacia los vestuarios para deshacerme del uniforme y del cansancio de aquel día con jornada partida. Tan pronto como crucé la puerta, sentí una mano que me agarraba del brazo y me empujaba hacia adentro. Antes de darme cuenta, la anatomía de Laura estaba contra la mía.

Nuestros cuerpos estaban tan pegados que podía sentir contra mi pecho su respiración descontrolada, sus jadeos en mi boca.

—¿Qué hay de eso de que no me va a gustar quién eres fuera de aquí? —quise saber. Tenía que estar segura de que no se echaría atrás.

—Técnicamente no hemos salido de aquí.

Acto seguido, sus labios atraparon los míos y emitir unas pocas palabras como respuesta se volvió impensable. Al poco, me había olvidado de todo, concentrada solo en cómo su boca se movía sobre la mía, sedienta. Cualquiera diría que estaba desesperada por demostrarme que, si quería, sí podía gustarme. Como si hiciera falta.

Todo el cuidado con el que había tocado los zapatos minutos antes se evaporó. Sus manos, ahora firmes y sin miramientos, me obligaron a voltearme y quedé contra la pared.

—¿No va a venir nadie? —En su voz no quedaba rastro de cuidado, mimo, meticulosidad. Pero la elegancia no se había desprendido de sus palabras en absoluto.

Negué.

—El resto se queda una hora más para doblar y planchar la ropa.

Gruñó, y sus labios comenzaron a deslizarse por la piel erizada de mi cuello mientras repetían, una vez tras otra, un leve «así…».

Con cada milímetro que su boca avanzaba hacia mi mentón me olvidaba de cuánto había llegado a confundirme.

Entonces, todo tuvo sentido.

Ya puedes leer la segunda parte aquí: Instinto II – Relato lésbico