Mujeres libres

Mujeres libres: Catalina de Erauso, la «Monja Alférez»

El margen de libertad para una mujer en la España de los siglos XVI y XVII, y podríamos decir en el mundo, era nulo. Su existencia, nada más nacer y como podría pasar hoy en día con una vaca que pare y se la ordeña o sirve de carne en un supermercado, venía ya condicionada por dos opciones: el matrimonio o el convento. Y en ninguno de los dos encuadres tenía libertad alguna, como no la tiene la vaca, para organizar su existencia. Si es el convento como novicia o monja, venía completamente supeditada a la obediencia estricta e infranqueable de la castrense disciplina religiosa y su entrega total a Dios y a los curas. Si era el matrimonio, su función de engendrar y dar de mamar y la absoluta sumisión al marido impedía cualquier «veleidad» que aspirara siquiera a salirse del carril. La libertad era cosa exclusiva de hombres. Pero una mujer no era un hombre. Nunca podía ser un hombre. La fascinante historia de Catalina de Erauso, apodada posteriormente por sus biógrafos la «Monja Alférez», no tiene parangón conocido en la historia de esa irreconciliable dualidad entre mujer y libertad. Por eso la contamos.

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Catalina de Erauso, la «Monja Alférez»

En busca de una libertad reservada a los hombres

No se sabe con exactitud cuándo nació, pues la fe de bautismo hallada, así como su biografía, posiblemente apócrifa, no coinciden. Pero la situamos, en cualquier caso, allá por finales del siglo XVI, entre 1585 y 1592 y como descendiente de una nobilísima familia. Y es entonces cuando se inicia su fascinante historia, que hizo de ella la primera mujer que por reclamar la libertad, consiguió algo nunca visto hasta entonces; devenir a todos los efectos un hombre. En su caso, como en el de sus dos hermanas, el destino no fue el matrimonio, sino el convento. Y se la confinó pronto, con apenas cuatro años de edad, en el convento de San Sebastián, donde la priora era precisamente su tía. Aguantó la chiquilla once años, hasta sus adolescentes quince, momento en el que birlando las ropas de un soldado (vayan ustedes a saber qué hacían en el convento ropas de un soldado sin el soldado dentro) se escapa después de raparse el pelo. Así comienza su primera vida de absoluta libertad; la del pícaro, que pilla de aquí y allá lo que puede sin rendirle cuentas a nadie. De Vitoria, donde se emplea con un ilustrado que, pese a ser de la familia, no la reconoce, pasa a Valladolid donde se convierte en paje de un secretario del rey, buen amigo de su padre. Ahora, Catalina es Francisco de Loyola y, bajo esa identidad, se encuentra con su padre, que no es capaz de distinguir en esos guisas a su hija. El rizo se riza cuando, tras varias pendencias y reyertas que hacen que conozca la mazmorra, regresa a Bilbao y San Sebastián y como varón se emplea entre sus familiares, incluida su tía la priora, sin que nadie vea en ella a la chiquilla desaparecida. Ahora Pedro de Orive, luego Alonso Díaz o Ramírez de Guzmán y hasta Antonio de Erauso, la bautizada como Catalina se busca y se crea la existencia. Pero España se le queda pequeña a sus ansias de libertad. Son momentos del Nuevo Continente, de la libertad infinita, y una mañana de 1603, se embarca como grumete hacia las Américas.

Dividida entre sus conflictos que lleva en la sangre y sus libidinosas relaciones con mujeres

Pelea contra piratas holandeses, sobrevive a la enfermedades tropicales, corteja a jovencitas casaderas que van en la nave, y cuando la expedición debe regresar, asesina al  capitán (que era su tío), le roba toda la bolsa y se queda en tierra, en Nombre de Dios (Panamá). Su habilidad, virilidad y seducción le permiten emplearse con un rico comerciante con quien se embarca hasta Perú, pero el navío naufraga y toda la tripulación perece salvo Catalina y, gracias a su arrojo, también su empleador. En agradecimiento, recibe en Paita (Perú), hacienda, esclavos y tierras. Pero lleva la pendencia y el conflicto en la sangre y además es hábil con la espada. Mata a varios contendientes en una reyerta y malhiere a otro. Consigue por las influencias de su patrón salir de la mazmorra, pero es enviada por este a Lima, donde regenta el negocio de un rico mercader, hasta que es descubierta en libidinosa relación con la sobrinita del acaudalado. Ya solo le queda el ejército. Y se alista para la conquista de Chile. Allí demuestra sus dotes implacables para la guerra y es nombrada alférez, teniendo que asumir la responsabilidad de jefe en varias batallas que vence. Ahora es Alonso Díaz Ramírez de Guzmán y está a las órdenes de su propio hermano que solo ve en ella a Alonso y nunca a Catalina. Pero sus pendencias, libertinajes con mujeres, asesinatos y cárceles no cesan (llega a batirse en duelo con su propio hermano). Y no le queda otra, para evitar la horca, que declarar, para pedir clemencia ante el Obispo de Carvajal, que Alonso es en realidad mujer, cuestión que confirman dos comadronas de la iglesia, además de testificar que es virgen. Es deportada a España y el mismo rey Felipe V, vistas sus hazañas militares, le mantiene el rango y la vestimenta masculina,  así como utilizar el nombre que ella elija, el de Antonio de Erauso esta vez, y firmar con él. Lo inconcebible de esta situación hace que la decisión del monarca tenga que ser ratificada por el mismísimo Papa Urbano VIII… y lo hace. En España y Nápoles continúan las pendencias, los duelos, los líos de faldas y los masculinos excesos hasta que regresa a las américas. No se sabe cómo ni cuándo falleció, pero parece que había sobrepasado los cincuenta y cinco años y, al menos, cuarenta de los mismos como hombre.

Una duda inquietante y polémica

Lo fascinante de su historia no es tanto lo que sucede sino lo que significa. Posiblemente Catalina fuera un transexual, posiblemente fuera intersexual, posiblemente era lesbiana, pero sobre lo que no hay tantas dudas es que fue una mujer que se hizo hombre por un ansia irrefrenable de libertad y eso se antepone a lo anterior. Y hay una inquietante cuestión más, quizá menos analizada hoy por los estudios de género que la tienen como un referente inaudito; si Catalina siempre fue un hombre, por más que se encontrara atrapada en un cuerpo de mujer, es indudable y reseñable que tuvo el arrojo de hacer de su vida lo que su verdadera identidad le dictaba. Pero si fue una mujer y se sintió toda su vida mujer y «simuló» para preservar su liberadora y adquirida identidad de género, su lesbianismo y su travestismo, en una sociedad patriarcal que solo posibilitaba la existencia en cuanto varón, entonces la duda que nos asalta es también inquietante y polémica: ¿Puede una mujer que actúa como un hombre devenir un hombre despreciable? Cuestiones, entre otras, fascinantes, casi tan fascinantes como la propia «Monja Alférez».

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