Viaja al México más sensual de la mano de Thais Duthie, con esta apasionante historia de un trío.
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Acapulco: Salto al vacío
Pronosticamos una luna de miel perfecta, pero al quinto día en nuestro resort de Acapulco ya no sabíamos qué hacer. El «Todo incluido» estaba muy bien, los espectáculos por la noche y las bebidas mientras tomábamos el sol en la piscina, y aun así aquel no era nuestro viaje. Puede que a cualquier otra pareja le hubiera bastado para una luna de miel de ensueño, en cambio nosotras echábamos en falta nuestra vida llena de sorpresas.
Por eso decidimos escaparnos a una de las atracciones que llamaba la atención de mexicanos y de turistas de todo el mundo: La Quebrada. Aquella playa salpicada por acantilados escarpados era salvaje. Nada más llegar, sentimos que por fin estábamos en un lugar que se ajustaba a nosotras. Cenamos tacos y, al anochecer, dio comienzo el espectáculo. Recuerdo perfectamente cómo se me aceleró el corazón cuando el primer clavadista saltó al mar. Fueron más de treinta y cinco metros de altura y unos pocos segundos en los que no me permití respirar. Una vez impactó contra el agua recuperé el aliento. Creíamos que nada podía superar aquel show de riesgo cuando vimos cómo una mujer trepaba por las rocas. Nos miramos, hablamos sin necesidad de palabras: «¿Va a saltar?». Rescaté los nervios del primer salto, mientras ella se colocaba en la roca y levantaba los brazos, calculando el momento preciso. Se lanzó, hizo una voltereta y golpeó el oleaje.
Aquel episodio podría haberse quedado en una simple anécdota, pero mientras paseábamos un par de horas después por la orilla de una de las playas de Acapulco, descubrimos que tal vez se tratara de una curiosa sincronía. Allí sentada se encontraba la misma mujer que habíamos visto saltar en La Quebrada, arrodillada en la arena y observando la luna. Cuando nos acercamos a ella me di cuenta de que era más joven de lo que había imaginado. La felicitamos por la acrobacia y, al poco, estábamos hablando de deportes de riesgo. De cuando nadaste en aquella cala por la que merodeaba una raya… Yo os miraba sin poder levantar los ojos de aquel intercambio de palabras, ¿te acuerdas?
En algún momento de la conversación fui a buscar tres cervezas al chiringuito que había a unos metros. Al volver estabais demasiado cerca y, contra todo pronóstico, disfruté de la sensación. Nunca habíamos hablado de ello, pero ambas somos muy abiertas de mente. Tu mirada echaba fuego y asentí, dándote el permiso que tanto pedías. La tomaste por la nuca, la besaste. Te correspondió casi de la misma forma en que lo haría yo y, una vez llegué a donde os encontrabais vosotras, acaricié su espalda tan solo cubierta por la parte superior del bikini. Nos preguntó si de verdad queríamos un trío y dejaste que respondiera yo.
«Sí».
Fue como pulsar un botón que lo cambia todo. Nos dejamos caer en la arena y la desnudamos, tú arriba y yo abajo. Hicimos lo propio entre nosotras al mismo tiempo que ella nos miraba besarnos. Las olas rompían ahí al lado, en ocasiones se arrastraban hasta nosotras. Probamos el sabor del mar en sus pezones, lamimos un pecho cada una. Prácticamente podía sentir la libertad y la adrenalina de aquel salto en cada músculo de su piel, en los movimientos erráticos de sus caderas contra mi mano cuando la coloqué entre sus piernas. Le cubriste la boca porque no queríamos llamar la atención de las pocas personas que bailaban frente al chiringuito. Formamos un buen equipo para llevarla al orgasmo, tú torturabas sus pezones y yo lo hacía con su sexo. Ella nos miraba con el ceño fruncido y estiraba una mano hacia cada una de nosotras para acariciar cualquier pedazo de piel que encontrara a su paso. La llevamos al orgasmo, que llegó al mismo tiempo que el oleaje nos alcanzaba.
El agua fría del mar no nos arrancó de aquel momento. Me besó, la clavadista encontró mis labios pese a la oscuridad de la noche. Recorrió mi abdomen en sentido ascendente, y también debió de hacer algo parecido contigo porque no paraba de oírte gemir. Bajito, como siempre haces. Nos hizo esperar, al igual que cuando estaba ahí arriba a punto de tirarse al agua. Quizá también esperaba el momento preciso. Le entregamos nuestro placer cuando, con un susurro en aquel acento meloso, nos pidió que nos sentásemos en sus piernas. Cada una con las nuestras alrededor de sus muslos. Tú lo notabas también, nuestra humedad hacía fricción contra su piel. Nos rodeó con sus fuertes brazos incitándonos a movernos, y así lo hicimos.
Mis ojos se entrecerraron. Solo era capaz de ver un fogonazo de luz verde que emitía el chiringuito y el pelo ondulado de la chica. El placer se me escurría cada vez que sus manos abandonaban mis caderas para acompañar las tuyas. Estaba tan cerca que tuve que acariciarme lo pechos para disparar las sensaciones. Cuando la mujer se dio cuenta, aprisionó mis labios en un beso lento y contenido que se tornó poco a poco en frenético. Recuperó el mando de mi cuerpo y guio mi pelvis con una mano, con la otra se hizo un hueco para tocar mi centro. Ahora sí, no había vuelta atrás. Tu boca buscó mi oído para susurrarme que me corriera allí mismo, en su muslo, y no necesité más para dejarme ir. La suya amortiguó mi grito, y aproveché los restos del clímax para estrujar una de tus nalgas. Alcanzamos el pico de placer con una diferencia de segundos, y no sé cómo es saltar de un acantilado, pero pensé que aquello debía de parecerse bastante.
¿Lo recuerdas? ¿Recuerdas todo eso? No, sé que no lo haces, porque solo ocurrió en mi mundo onírico. No vimos el espectáculo de los clavadistas más que en la televisión de la suite, ni siquiera abandonamos el resort. Sin embargo, la fantasía me carcome desde entonces. No te voy a mentir, evoco esa escena cada vez que me tocas. Alcanzo el orgasmo mientras imagino en que no son dos manos, sino cuatro, las que empujan mi cuerpo al placer. Veinte dedos que se reparten por mi anatomía, dos bocas que se turnan para besarme.
Desde que conozco la sensación no puedo dejar de preguntarme cómo será en la realidad. Deberíamos probarlo, saber si se siente tan húmedo y catártico. Si es la mitad de alucinante que en mi sueño, ya habrá merecido la pena. Piénsalo. Tal vez no sea posible regresar a Acapulco, pero sí podemos sentir la adrenalina de saltar al vacío. Pese al riesgo, pero con la certeza de que vamos a disfrutar cada uno de esos segundos a noventa kilómetros por hora.