En esta espléndida historia, Karen nos cuenta una fugaz relación en la que lo cotidiano se convertía en sexo, en una suerte de humillación, en un «jodido placer» sin límites.
Sigue leyendo, sigue oyendo, sigue sintiendo…
Dolor y control: Mi cuerpo, mi coño y mi sed
Pulsa play para activar el audio:
Narración: Karen Moan
Elegiste el silencio, como otra forma de marcar, de decidir sobre lo que pasaba entre nosotros, de controlar la situación.
En esta ocasión, dejándome fuera.
En la ausencia, los recuerdos se desvanecen, casi dejan de existir, la mente es muy poderosa y la mía decidió hace tiempo que los juegos o eran de dos o de ninguno. Sin embargo, mi cuerpo, mi coño y mi sed te invocan en una suerte de absurdo ritual, inútil para ambos. Había ocurrido. Por primera vez, mi mente recibía tus órdenes con incrédulo gozo y la desaparición de los cardenales se había convertido en un duelo.
Escribo, disfruto, me deleito en la banda sonora de mi vida. Todo sigue este ritmo trepidante, incierto, que tanto me pone. Pero en algunos momentos, te cuelas dentro de mí. Y mis piernas se tensan, mi sexo aprieta un hueco en el que tu polla jugaba durante horas, hasta que nada de mí podía más, excepto tú. Un escalofrío me cruza, se corta la respiración durante unos segundos, cierro los ojos. Joder, ¿qué ha pasado?
Has pasado… tú, breve, por mi existencia. Imprevisible, ácido, perverso, emocionante.
Doblegando mi deseo, transformándolo en una pelea en la que tenía las de perder, en la que adoraba perder. Una manipulación en la que no hacían falta cruces, látigos, retenciones, nada. Tu mano y tu mirada. Dolor y control.
Todo regado de enormes dosis de diversión.
Han pasado escenas que recuerdo en blanco y negro, como aquella película francesa que vi en la Pastelería, sobre un masoquismo tan antiguo como los «sadosaurios» que me rodeaban, pero que me excitó tanto que no dejé de tocarme a mí misma, el cuello, las manos, muslos, un poco más arriba… más…. Mis manos deseando ser reemplazadas por las de aquellos ancestros.
Escenas. Llego a tu casa, siguiendo la única regla hablada, sin bragas. Entro sin saber qué ocurrirá, con quién ni cómo. Hoy decides convivir en una plácida existencia, sin aspavientos. Lo cotidiano convertido en suspense. Porque siempre espero, siempre, espero que pase algo. Y cuando no ocurre, sé que esa ausencia de dolor es buscada y duele. Más.
Subir contigo unas escaleras de un centro comercial mientras cuelas tu mano bajo mi falda y aprietas mi desnudez. Elegir langostinos en el supermercado deseando que me obligues a pelarlos para devorar y morder mis manos sucias. Caminar por la calle mientras me sujetas el cuello, sentarme en una terraza pública en la que arrancas esas bragas que dejé puestas para retarte. Tonta de mí. Lo cotidiano convertido en sexo, en humillación, en un jodido placer del que desconocía la fuente. Tu retorcida y deliciosa mente.
Elegiste el silencio. Y el silencio es el diálogo más mezquino que existe. Y en él, entendí que esta historia tenía un principio y un fin, con un intermedio jodidamente increíble e irrepetible.
Pero ¿sabes qué? Todo esto ha pasado porque yo estaba allí. Mi cuerpo, mi coño y mi sed.
Lo cotidiano convertido en gilipollez.