Hoy, Brenda nos trae un relato erótico inspirado en el temazo de Doves, Cedar Room. No te lo pierdas.
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Ciega
Sentir es un crimen
Doves
Se sumerge en la bañera. Agua caliente aromatizada con sales. Maquinilla de afeitar que desnuda su sexo. Esponja exfoliante para eliminar la piel muerta y las dudas. Emerge cuando el frío eriza el vello de sus brazos. Se seca y comienza el ritual. Crema con olor a vainilla; base, corrector de ojeras, maquillaje que enmascara; una gota de perfume detrás de los lóbulos, sobre la piel traslúcida de muñecas, alrededor del ombligo.
La ropa cuidadosamente seleccionada aguarda indolente en el vestidor. Un sujetador que realza sus pechos maduros, tanga a juego que se hunde entre sus glúteos firmes a golpe de gimnasio, vestido que marca sus curvas y muestra su espalda, zapatos de tacón que la elevan siete centímetros sobre el suelo. Pocos hombres estarán a su altura. Lo sabe, pero no le importa. Le busca a ÉL. Y ÉL siempre lo está.
Ella, sin embargo, no estuvo a la suya. Por eso se marchó, cansado de que le recriminara en cada discusión que estaba equivocado. No recuerda habérselo dicho. No, no recuerda las palabras, solo el silencio que creció engullendo su refugio de madera. El sonido del portazo lo rompió convirtiéndolo en esquirlas que se clavan en su carne. Intentó dormir sola, pero no pudo.
Por eso sale a buscarlo cada noche. Como esta, en la que se refugia en la barra de su bar favorito (de ella, de ÉL, de los dos) mientras escucha la música tenue y saborea un gin-tonic (su bebida favorita, la de ÉL, la de ambos). Una voz la invita a otra copa. Le mira y se sumerge en sus ojos. «Te estaba esperando —susurra—. ¿Para qué otro gin-tonic?» Se levanta y se dirige a la puerta. Él la sigue.
La posee en la penumbra de la habitación. Hoy no lame su sexo hasta sentir su orgasmo estallando en su boca. Tampoco le ha ofrecido su miembro para que ella lo engulla. No. Hoy le arranca la ropa y la penetra con fuerza desde atrás, mientras sus pechos oscilan con cada embestida. Su sexo se convierte en agua cuando la agarra del pelo y clava los dientes en su espalda. Se corre una y otra vez hasta que él se derrama en un preservativo. Le hubiera gustado sentirle, quemándole las entrañas, pero él es así. Cada día follan de un modo distinto.
Ha esbozado una excusa y huido sin mirar atrás. Entre las paredes de su refugio de madera, ella se pregunta qué fue lo que dijo para que no se quedara. ¿Acaso le recriminó que estaba equivocado? No lo recuerda. No recuerda las palabras. No recuerda que el nombre que gimió en cada orgasmo no era el suyo, que le confesó un te quiero, que le abrazó prometiéndole que siempre estarían juntos.
No sabe que era otro. Podría haber sido ÉL, pero ella no lo sabría.
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