Relatos eróticos

El Castillo. Parte 3: La Capilla – Relato erótico

Descubre el siguiente episodio del viaje BDSM de María. En este relato, Mimmi Kass promete estimulación anal, spanking y, quizá, algo más, como hitos sexuales de una tetralogía elegantísima, que ya están disfrutando decenas de miles de hispanohablantes.

Si te los perdiste, puedes comenzar esta historia erótica desde los relatos previos:
El Castillo. Parte 1: Puente levadizo
El Castillo. Parte 2: Barbacana

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Relatos eróticos

El Castillo. Parte 3: La Capilla

Cada vez que Dragomir se ausentaba del castillo, María aprovechaba para recorrer cada rincón de piedra y descubrir sus secretos. Desde la zona rehabilitada para su uso, que encerraba tesoros en los lugares más inesperados —una fuente de piedra en lugar de la tina de un lavabo, una lámpara de hierro forjado que, en lugar de velas, iluminaba con unos modernos leds—, hasta el área en la que se habían iniciado los trabajos de restauración.

Dragomir había confesado que su sesión en el calabozo le había servido para asumir por fin la tarea de recuperar la fortaleza de su familia.

«—Si no hago algo, terminará por caerse a pedazos —gruñó ante la pregunta de María de cuál era el futuro que le esperaba a aquella zona tan deteriorada del castillo—. Mañana contactaré a la empresa de restauración».

Tenía una labor titánica por delante. Y María estaba feliz por haber sido parte del cambio.

Lo cierto era que Dragomir compartía con ella cada vez más parcelas de su intimidad. Ya no restringía sus idas y venidas ni coartaba su libertad a la hora de comer, vestirse o incluso buscar sexo con él. Llevaba tres semanas junto a su mentor, y jamás pensó que unas vacaciones que se prometían formativas tendrían todo tipo de aprendizaje salvo la neurociencia.

Entró al sótano apenas iluminado por unas ventanas estrechas en el que estaba la cocina y sonrió a la mujer que siempre la gobernaba.

Dobro poslijepodne, Antonija! —dio las buenas tardes con una pronunciación casi perfecta, tras tres semanas de hacer casi siempre lo mismo a aquella hora: buscar el café para compartirlo con Dragomir en el salón.

Kasat ćeš, djevojka! —respondió la anciana, señalándola con un dedo índice acusador. María solo captó el vocablo «djevojka», niña, porque Dragomir lo utilizaba a menudo con ella, y compuso una expresión de desconcierto—. Tarrrde, es tarrrde —dijo con énfasis, mientras empujaba sobre la mesa la bandeja con el café y los dulces.

María sonrió ante el alegato airado de la mujer, que cuidaba de Dragomir como si fuera una abuela consentidora. Se dirigió al salón, pero estaba vacío. Él no estaba allí. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Antonija tenía razón, eran pasadas las cinco. Se había retraso en su tarea, y no tenía demasiadas, más de una hora. Sabía que Dragomir la disciplinaría de algún modo por aquella tardanza. Sonrió. No podía desearlo más.

Aferró la bandeja con ambas manos y subió por la estrecha escalera de caracol que accedía a su alcoba. La puerta estaba entornada y el silencio, normalmente ocupado por música clásica o alguna aria, llenaba todo el torreón. Un murmullo repetitivo, que ululaba en una lengua desconocida y que no era croata, llamó su atención. Empujó tan solo unos centímetros la puerta, lo justo para mirar en el interior de la habitación.

Dragomir estaba arrodillado sobre una alfombrilla de color tostado que destacaba sobre la piedra. Con los ojos cerrados, se inclinó hasta que su frente tocó el suelo y seguía murmurando, como en trance, aquella letanía. Se sentó sobre sus rodillas antes de ponerse de pie.

María tardó aún unos minutos en darse cuenta de que estaba rezando.

Lo observó tras la puerta entreabierta, inmóvil con la bandeja entre las manos, que ya comenzaba a embotarle los músculos de los brazos. Dragomir volvió a inclinarse al menos cuatro veces más, antes de quedar sentado sobre sus talones y mirar primero a la derecha y después a la izquierda. Se incorporó y caminó hacia la ventana por donde entraba a raudales el sol de la tarde.

—No quería interrumpirte —dijo María, algo cohibida, cuando por fin decidió entrar a la habitación. Las cejas negras e hirsutas de Dragomir se irguieron con sorpresa y una sonrisa tenue se deslizó de sus labios—. Ha sido precioso.

—¿Estabas espiándome? —dijo él con tono divertido. María le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros.

—Parecías estar meditando —Sirvió el café y le llevó la taza junto a una pequeña servilleta de tela. Él agradeció el gesto con un beso breve en sus labios—. ¿O estabas rezando?

—Rezar…meditar…a veces es lo mismo —respondió Dragomir tras dar un sorbo al líquido ya tibio—. Lo importante es conseguir cierta paz en el espíritu.

María dejó escapar un ronquido incrédulo.

—¿Paz en el espíritu? Jamás hubiese creído que un científico, además cirujano, de tu calibre —dijo ella con cierto cinismo—, fuese religioso.

Dragomir se sentó en el alféizar de la ventana con la taza de café entre las manos. María se fijó en lo juvenil de su postura y en aquellos pies descalzos sobre la piedra. Nunca había pensado en que fuesen una parte atractiva del cuerpo masculino, hasta que estuvo postrada ante los de él. Sonrió. Besar sus empeines como signo de devoción y sumisión había marcado un antes y un después entre ellos.

—Justamente es el exceso de ciencia, lo tangible, lo asible con los dedos, lo reproducible en un experimento, lo basado en la evidencia, lo que me empuja a buscar un equilibrio con algo más —dijo él, interrumpiendo su arrobamiento—. ¿Tú no sientes esa necesidad?

La contemplaba con curiosidad, se diría que quería conocer aquella faceta tan íntima de ella. María meditó por unos minutos su respuesta mientras se acomodaba junto a él en la ventana. Se asomó, agarrada a su brazo, la caída sería considerable.

—No lo sé. Cuando era pequeña, estudié en un colegio de monjas. Hice la comunión y estaba metida en un grupo de oración —Intentó componer una respuesta completa y sincera—. Pero a medida que crecía, fui cuestionando todo lo aprendido y no hice la confirmación. Y cuando salí del colegio, no volví a pisar una iglesia… salvo para las bodas de los amigos.

—¿No cultivas nada tu lado espiritual?

—No —Se encogió de hombros—. Salvo que consideres las clases de yoga kundalini como cultivo de lo espiritual —bromeó, trazando con los brazos la figura del saludo al sol—. ¿Tú eres musulmán?

Ahora fue él quien se encogió de hombros.

—Me considero musulmán porque fue la religión en la que fui criado. Mi madre era bosnia musulmana, bastante devota. Mi padre, croata y católico mediocre —la señaló a ella—, como tú. El salat me aporta paz y quietud. Momentos de recogimiento.

—Parece mentira que, con el animal sexual que eres, le des tanta importancia a lo espiritual.

—Ah, pero no hay carne sin espíritu —dijo Dragomir con una sonrisa perversa. María se estremeció con la expectación de saber que había apretado un botón de ignición en su mente privilegiada—. Y eso ocurre en todas las religiones.

—No en el catolicismo —aseguró ella, entre risas.

—¿Seguro? —insistió Dragomir. Al ver que ella no añadía nada más, se acercó hasta la pequeña biblioteca de su habitación y deslizó el índice por los lomos hasta dar con un tomo de tapas duras, con una encuadernación en cuero rojizo delineado en oro.

—¿Me vas a hacer estudiar? —protestó María. Puso los ojos en blanco. Hacía poco que había acabado por fin el libro sobre la guerra de Croacia.

—No. Vamos a cultivar tu lado espiritual. Ven conmigo.

Salieron del castillo. El sol de la tarde picaba aún con fuerza en la piel. La tierra seca de color ocre emitía un resplandor que desdibujaba el paisaje como si fuera un espejismo y crujía bajo sus pies. Descendieron por un camino lateral hacia una pequeña capilla de piedra.

—¿Románica? —preguntó María al ver la rudimentaria estructura, que, sin embargo, encerraba una belleza sencilla en los arcos ojivales de la puerta y una única ventana.

Dragomir asintió. Abrió la puerta con una pesada llave de bronce y la dejó entrar primero. María caminó hasta el centro de la pequeña iglesia vacía. No tenía bancos, ni imágenes, ni flores. Una cruz rústica de cantería, con los bordes desgastados por el paso del tiempo, se alzaba solitaria en el ábside. A sus pies, un altar también de piedra recibía estratégicamente el haz de luz que entraba por la ventana.

—Es maravillosa —dijo en un susurro, que se amplificó como en una cámara de resonancia.

—Desnúdate, slatka djevojka.

—¿Aquí? —respondió ella, con un parpadeo sorprendido.

—No significa nada para ti, ¿no es así? —dijo él con una sonrisa perversa—. Desnúdate para mí.

María se descalzó y avanzó unos pasos. Fue en ese momento cuando advirtió que la maleta de cuero negro, que siempre los acompañaba en sus sesiones, reposaba junto a los pilares del altar. Se relamió. Dragomir la abrió sobre el altar y la sola visión del cuero negro, junto con el chasquido de la cremallera al abrirse, hicieron que su sexo se tensara. El silencio sacro del lugar la hizo estremecerse mientras de desprendía del vestidito de verano y lo dejaba caer, intimidada porque los convencionalismos de su educación todavía la restringían. María se detuvo un momento para que él admirase el conjunto de encaje blanco que llevaba, pero Dragomir parecía buscar algo en el libro y no le prestaba ninguna atención.

Abandonó las bragas y el sujetador sobre el vestido y avanzó un poco más. Siempre que ella estaba desnuda y él completamente vestido sentía una extraña vulnerabilidad. Un punto de humillación que la excitaba sobremanera. Le otorgaba a su mentor un peldaño más en la dominación de su cuerpo y de su mente. Y ella ya se había rendido a aquella superioridad.

Aunque eso no quería decir que dejase de provocarlo. Subió, con un contoneo de sus caderas, los cuatro peldaños que los separaban y, con el índice apoyado en el libro, lo bajó hasta descubrir los ojos negros de Dragomir. Él se apoyaba en el altar con las piernas abiertas y se hizo un hueco entre sus muslos. Se estrechó contra él, de manera que el libro quedó apretado por sus pechos contra el torso masculino.

—Ya estoy desnuda, Señor.

Imprimía a ese «Señor» todo el descaro, la lascivia y la provocación que residía en su espíritu. Posó sus labios en los de él y lo incitó a besarla lamiéndolos con suavidad. Él la besó con devoción durante unos segundos y la apartó.

—No nos distraigamos de la lección. Lee aquí —Dispuso del libro de tal manera que tuvo que inclinarse sobre el altar de piedra para alcanzarlo.

—¿Qué es? —preguntó María, al ver las hojas amarillentas.

—Es El éxtasis de Santa Teresa. Quiero que leas desde aquí —Su dedo marcó la primera línea de un párrafo—. Pero empezarás cuando yo te lo indique.

María aprovechó para leer la página inmediatamente anterior y sonrió. La religiosa advertía que iba a describir uno de sus trances, y se disculpaba por escribir con tanto detalle, pero prefería hacerlo así al no tener ninguna indicación. Cuando ya llegaba al párrafo en cuestión, que se ponía de lo más interesante, se recostó sobre los codos sin importar que sus pechos rozaran la piedra fría. Casi se agradecía después del calor del exterior.

—¡Ay! —gritó tras el impacto inesperado en el trasero de un azote. El golpe resonó amplificado por la bóveda de piedra. Se volvió ultrajada—. ¿A qué viene eso?

Dragomir sostenía entre las manos una paleta de cuero. Reconoció al instante ese pomo labrado en plateado de aquella maleta infernal, que terminaría por hacerle perder la cordura.

—Ya sabes que no me gusta que me hagan esperar. ¿O es que has olvidado la lección de la relatividad del tiempo? —preguntó, con aquella sonrisa que humedecía su sexo. Ella apretó los labios y negó con la cabeza. ¿Cómo olvidarla?

—Vuélvete. Y lee —ordenó.

El cuerpo de María se inflamó en rebelión y lujuria, pero obedeció. Se inclinó y apoyó los antebrazos sobre el altar, a ambos lados del libro, y se aferró a la piedra. La aspereza del borde hizo que las yemas de los dedos ardieran. Sus pechos ahora estaban casi aplastados sobre la superficie basta y rugosa.

—¡Drago! —gritó, al recibir un nuevo impacto. Y otro más.

—Lee. María —indicó él, con paciencia—. En alto.

Un gemido escapó de los labios femeninos al sentir el mordisco de cuero, justo sobre el encuentro de los glúteos. Su ano y su sexo palpitaron al ritmo de los latidos de su corazón desbocado.

—«Quiso el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla…» —recitó María, con la voz entrecortada por la excitación. Su voz se ralentizó al creer que iba a recibir un nuevo azote, pero Dragomir había detenido su deliciosa tortura y escuchaba atento su dicción.

—«[…] Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego». Vaya con Santa Teresa —barbotó María, al visualizar al ángel descrito no con una lanza, sino con una poderosa erección—. ¡Joder! —gritó de nuevo, cuando Dragomir aplicó un nuevo correctivo.

—No interrumpas la lectura, mi dulce niña, lo estás haciendo muy bien.

María no continuó. Volvió la cabeza al ver que estudiaba el contenido de la maleta y se asomó ella también. Unas bolas de silicona suave, de diámetro creciente, desde la punta hasta la empuñadura plateada que sujetaba él entre los dedos, le hicieron arrugar la nariz.

—¿Qué es?

—Son unas bolas tailandesas. Anales —aclaró al ver que ella no se deshacía de su gesto extrañado—. Un límite que derribaremos hoy.

María apretó las nalgas en un gesto inconsciente. Aún le ardían por el tratamiento anterior, pero Dragomir sabía lo que hacía y siempre tuvo curiosidad por explorar aquel orificio prohibido. Él la miraba a los ojos, esperando su consentimiento. María asintió.

—Lee, entonces.

Había perdido por completo el hilo de la descripción de Santa Teresa. Se aclaró la garganta, porque Dragomir estaba justo tras ella, y le masajeaba ambas nalgas, abriéndolas con las palmas de sus manos, y rozando su ano y su sexo con los dedos impregnados con un lubricante de aroma dulzón. La paleta y las bolas anales reposaban muy cerca del libro, y le costaba concentrarse en él. Con un esfuerzo, retomó su lectura en la frase anterior.

—«Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego». —Dragomir extendía con delicadeza la humedad sobre su ano y una corriente rabiosa de placer recorrió su cuerpo, y tensó su sexo hasta el punto del dolor—. «Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas». —Notó cómo introducía la primera bola, pequeña y dura, pero no por el corazón, no. Su culo comenzaba a tragar las esferas. Y lo hacía con ansia. Con hambre. Con gula. Arqueó la espalda y gimió.

—«Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios» —soltó un jadeo, cuando él tiró bruscamente de las dos bolas introducidas, y se aferró a la piedra. Su propia esencia se deslizaba por el interior de sus muslos con un calor abrasador.

—Sigue leyendo.

—«Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos» —gimió de nuevo al sentir otra vez las esferas, esta vez hasta un diámetro mayor, introducirse en su interior—, «y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios».

Dragomir se había detenido, su respiración también era acelerada y errática. María sabía que esperaba su aquiescencia para seguir y abrió las piernas. Tuvo que alzarse de puntillas para acomodarse sobre el altar. Un anhelo intenso por profundizar la penetración, abrazarlo en su sexo, hizo que su boca se hiciera agua. Siguió leyendo. Si las palabras de Santa Teresa lo impelían a continuar, estaba dispuesta a leer el tomo completo.

—«No es dolor corporal sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto» —Se identificaba por completo con el relato de la santa. Las bolas dilataban su ano y la ahogaban en placer y dolor. La sensación de plenitud la sofocaba y su boca se anegó en saliva—. «Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento».

Las últimas palabras quedaron flotando en el silencio de la capilla, al tiempo que las última esfera se deslizaba en su interior. Un anhelo inconcluso, un deseo descarnado y violento, un dolor delicioso y ardiente emanaba de aquel punto de su anatomía, que no le había generado sino cierto rechazo, hasta hoy.

Frotó los muslos uno contra otro, empapados en lubricante y su propia humedad. La necesidad por tener un orgasmo hizo crecer un sentimiento de rencor. Su ano palpitaba. Su sexo vibraba con contracciones involuntarias. Tenía la piel perlada por el sudor.

—Quítame las bolas, Drago —murmuró, con los labios trémulos. Dejó caer el rostro sobre el libro abierto—. No puedo esperar. ¡Fóllame!

—No.

El encanto se rompió. La voz cortante de Dragomir le hizo regresar bruscamente del prenirvana.

—¿No?

—No, María. A mí tampoco me gusta que me hagan esperar —Rodeó el altar y se situó frente a ella—. Tienes que aprender que toda desobediencia tendrá consecuencias tarde o temprano, cuando menos te lo esperes y en el lugar menos pensado.

Con un tirón, recuperó el libro de bajo uno de sus antebrazos y lo cerró con un golpe seco. También cerró la maleta, metiendo en ella la paleta de cuero.

—Lección aprendida —dijo Dragomir. Salió de la capilla y cerró la puerta. María lo escuchó canturrear mientras se alejaba hacia el castillo.

—¡Maldito cabrón! —gritó, furiosa.

Desnuda, ensartada en las bolas, y con un calentón descomunal, bajó las escaleras y recuperó su vestido. Se lo puso y estrujó el sujetador y las bragas entre sus dedos imaginando que eran el cuello de Dragomir. Caminó hasta la puerta, pero el escozor en su ano y la sensación de pujo al andar le hicieron entender que no llegaría muy lejos con las bolas en su interior.

—Esta me la va a pagar —murmuró.

Respiró hondo, cerró los ojos y tiró de la bola plateada entre sus glúteos. Gimió cuando su ano se dilató para dejar salir la primera esfera, de un tamaño considerable. Los pezones le molestaban con el roce del vestido y su coño, tenso, palpitó de nuevo.

Tragó saliva para controlar la excitación.

Tiró un poco más. Salió otra. Las sensaciones en su cuerpo se exacerbaron y pensó seriamente en masturbarse y acabar con todo aquello de un tirón. No se atrevió y, en su lugar, extrajo con delicadeza otra de las bolas tailandesas. Ahora resultaba un poco más fácil, porque las esferas eran de menor diámetro. Con un jadeo, sacó lo que quedaba de aquel rosario de lujuria y percibió el vacío de su cuerpo con una extraña sensación de abandono.
Volvió al castillo con el objeto balanceándose en su mano, le importaba un carajo si alguien la veía o le preguntaba por él.

—¡Dragomir! —llamó, furiosa, al entrar de nuevo en el castillo. Allí no había nadie. Quiso gritar de la rabia.
Optó por marcharse a su habitación. Se daría una ducha. Se sentía pegajosa, sucia, con ganas de ir al baño… y caliente como una chimenea. Necesitaba follar. En realidad, no sabía que necesidad satisfacer primero.

Un objeto negro sobre su almohada llamó su atención y la distrajo de su enojo. Una cuartilla con la letra angulosa, ilegible y apresurada de la pluma de Dragomir reposaba junto a un vibrador doble, un conejito rampante sofisticado que, pese a todo, la hizo sonreír.

«Perdóname, mi niña. En mi plan estaba saciarte como te mereces. Aquí, en tu cama, y bajo tus condiciones. Pero una neurocirugía me reclama en el hospital de Dubrovnik. No sé cuándo volveré. Mientras… puedes esperarme junto a este amigo».

Ya se ducharía después.

Mientras se masturbaba sobre la cama y los gemidos la acunaban hacia el clímax, no pudo dejar de pensar que Dragomir lo tenía todo calculado.

Quizá tendría que dar gracias a Dios por su suerte.

Soltó una carcajada al llegar al orgasmo.

Como siempre, Dragomir tenía razón.

Todos los juguetes que se mencionan en estos relatos corresponden a la Colección Aniversario de LELO.

Ya puedes leer la última parte aquí: El Castillo. Parte 4: Vatra – Relato erótico